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Las inversiones en educación se han justificado siempre desde el punto de vista económico porque no importa quién las haga, todos ganamos. Algo equivalente debería suceder con la gestión de la biodiversidad, pero aún no hemos llegado a tener esa conciencia, ni siquiera a nivel local: la familia más pobre y vulnerable del mundo sabe que estudiar permite superar ambas condiciones, pero no necesariamente que cuidar la salud de los ecosistemas garantiza la vida y el bienestar. Se confunde además la producción agropecuaria con la gestión de la complejidad ecológica de los territorios, haciendo del sector la peor amenaza a su sostenibilidad, mucho más que la minería o la infraestructura gris.
Y no hay economía de la biodiversidad porque no valoramos los beneficios que derivamos de ella, y por ello cuesta mucho evaluar la eficiencia de las inversiones requeridas para protegerla: se requieren US$8,1 billones para 2050, según informe elaborado por el Pnuma en conjunto con el Foro Económico Mundial y la Iniciativa sobre la Economía de la Degradación de la Tierra (“El estado de las finanzas de la naturaleza”). La CAF anunció en Cali financiación por US$300 millones al año para América Latina y el Caribe, un gran esfuerzo, pero lejano de los US$412.000 millones que reconoce se requerirán.
¿Qué ganamos con cada peso utilizado en biodiversidad? Muchas cosas, nos dicen los economistas que saben de ecología (y viceversa) y de los efectos positivos de producir bienes públicos de manera masiva. La más importante, evitar desperdiciar dinero en reparar los futuros daños causados a las funciones vitales de las cuales depende la salud humana, animal y vegetal: con menos biodiversidad, más alta la probabilidad de pandemias, por ejemplo, ya que los agentes infecciosos tienen mayor oportunidad de atacar poblaciones o especies vulnerables. Sin embargo, valorar los beneficios de algo con base en cálculos de la probabilidad de ocurrencia de eventos no es suficiente, nos dicen las compañías de seguros, que irán aumentando el valor de las primas a medida que el deterioro se haga evidente, pero que no pueden constituir fondos infinitos para afrontar niveles difusos de incertidumbre: no hay manera de reemplazar “a tiempo” la infraestructura selvática del país. Surge entonces la necesidad de valorar los aportes de la funcionalidad ecológica al bienestar, sin pensar que hay una madre naturaleza dadivosa o castigadora administrando un planeta cuya salud proviene de actos de diseño del territorio basado en las experiencias bioculturales de los actores sociales que lo administran.
¿En qué se invierte entonces cuando se invierte en biodiversidad? El gesto básico sería en preservarla, toda, por derecho. Pero con esa premisa acabamos desperdiciando millones en medidas más religiosas que científicas, al desconocer las escalas y formas de operar los sistemas complejos. El gesto correcto es orientar los recursos financieros, siempre requeridos en otras tareas, en garantizar la funcionalidad ecológica de los territorios a la escala apropiada y evaluar los beneficios, no necesariamente monetizados, pero si suficientemente claros y explícitos como para no generar esos sistemas de pago que se convierten en subsidios irreversibles e incentivos perversos en manos de la demagogia.
La conservación es una actividad económica fundamental en cualquier sociedad. Debe ser eficiente, pues sin ella nos quedamos sin lulo y chontaduro, y la COP16 no hubiese sido la misma. Gracias a Cali, de paso, por acogerla, la ciudad, su gente y su biodiversidad se lucieron. ¿Será que declaramos el modo “COP biodiversidad” permanente como el mejor sistema administrativo de nuestras ciudades?