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La Organización Mundial de la Salud (OMS), reconoce que el principal factor ambiental que afecta a la calidad de vida en el mundo es el ruido. Tanto sicológicamente como fisiológicamente el bochinche crónico es generador de estrés, irritabilidad y enfermedades físicas muy reales como la hipertensión, a su vez causa de muchas otras. Si uno extiende la pita del argumento, acaba pensando que detrás del ruido puede haber explicaciones muy plausibles para la agresividad y la violencia que se expresa cotidianamente en el mundo contemporáneo. Por algún motivo el silencia y la paz están fuertemente vinculadas en todas las grandes religiones, no queriendo decir con ello que asistir a una ceremonia de góspel promueve la rabia y el mal genio, todo lo contrario: música no es ruido, ni su ausencia, sino la deliberada estructuración del sonido frente al silencio.
Los colombianos no creemos en el ruido como un mal, y por ello se lo imponemos a los demás descaradamente. El parlante rumbero en medio del parque cuando tratábamos de celebrar la fiesta de las velitas en días pasados nos amargó el rato a muchos, que no sabíamos si iniciar la paradójica disputa pública por los derechos a la paz y la tranquilidad, más en un ritual colectivo que nunca estuvo diseñado para ser “animado” por la batahola. Tal vez el aturdimiento constante que sufrimos nos obliga a pedir que nos hablen más alto y con acompañamiento de vuvuzelas y chiflidos en toda circunstancia, un círculo vicioso falsamente alegre en el cual todos estaremos obligados a aprender lengua de señas (que no estaría mal).
Vivir al lado del mar o de un raudal no es propiamente apaciguante, lo mismo que ante un bosque lleno de chicharras enloquecidas, pero al menos la parsimonia de su serenata se procesa como banda musical básica del funcionamiento mental. Migrar de un país sin viento, por ejemplo, a una nación permanentemente ululante descuadra el sueño, el sexo y el seso. También, vivir al lado de una caldera, nacer al lado de una autopista, el metro o un puerto de alto tráfico producen en teoría adaptaciones neurológicas basadas en el desarrollo de la tolerancia, pero ello no quiere decir que sea sano, solo que se puede convivir con el enemigo, sabe uno a qué costos. Eso, y el cerebro progresivamente plastificado son parte de los retos evolutivos de las culturas contemporáneas. La parranda también es insostenible: el exceso de vibraciones sonoras es entropía.
El ruido continuo conduce a la locura y a la guerra. Por eso viajar a otros continentes implica una sensación rara e indescriptible de tranquilidad que tardamos en valorar y que luego añoramos cuando nos reinsertamos en los decibeles de fondo que proveen no solo las grandes ciudades, sino los “apacibles” pueblos con su comercio desaforado, sus predicadores de plaza, su transporte desajustado. Nada hay que nos haga tener más miedo de la ira ajena que mencionar el tema: machete y bala para el que osa quejarse del parlante invasor, que con el tiempo solo conduce al crimen y la justicia por mano propia. Bienvenida entonces la Ley del Ruido, ojalá tenga el volumen necesario para bajárselo a todo lo demás, porque las quejas acumuladas ante la autoridad ambiental se cuentan por cientos de miles y no hay luz para resolverlas una a una ni con inteligencia artificial.