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En contraposición a la famosa “Urbanidad” de marras, lo rural aún es visto en Colombia como espacio de alimañas, atraso o fuente de folclor. El proyecto civilizatorio es, por deducción cívico, de la ciudad, donde uno “no entra en zamarros a la sala”, ni va al trabajo con el pelo crespo.
Cuando las noticias de Ituango (para citar el más reciente caso) ratifican que llevamos décadas, si no siglos, apaleando a las comunidades rurales, ‘pordebajeándolas’ y utilizándolas desde las ciudades, caemos en cuenta que llevamos desplazando con visión colonial los modos y costumbres de las comunidades campesinas, afro o indígenas, ratificando que sí existe el racismo y la discriminación, así en lo civilizado, la ciudad, hayamos construido niveles de convivencia y respeto relativamente más incluyentes y respetuosos.
Las reflexiones que el venezolano Manuel A. Carreño publicó en 1853 estaban dirigidas a instaurar en lo cotidiano el orden y costumbres europeos en el proceso de migración e integración campesina a los aparatos industriales. Se trataba de guiar a los palurdos y provincianos, domesticando y disciplinando al tiempo, con la buena voluntad cristiana imperante, para convertirlos en conciudadanos capaces de disfrutar y compartir algo del progreso, un fenómeno que sólo era posible en las urbes nacientes, ojalá parecidas a Londres o París.
Desde entonces, la “urbanidad” está más resuelta que la ruralidad, en la medida que en las ciudades convergen ofertas de educación, atención en salud, recreación y oportunidades laborales formales, reflejadas en una oferta creciente de vivienda, alimentación, servicios públicos, empleo y posibilidades de participación. En contraste, ya sabemos lo que significa la “otra Colombia”, la de “los territorios”.
Un querido amigo, con humor, sugirió que una hipotética versión de Carreño para el mundo rural lo primero que tendría que hacer es rechazar la degradación ecológica del campo como principio de convivencia: nadie en sus cabales (no hay chiste electoral) destruiría su habitación, su ecosistema (la casa común, dice Francisco) y, por ello, todo comportamiento asociado con el manejo de los “extramuros” debería tener, para empezar, cierta etiqueta para con las lombrices, los abejorros y las lechuzas, pues la convivencia con la fauna es un imperativo para garantizar tanto su derecho inherente a existir como la fertilidad del suelo, la polinización de los cultivos o el control de las plagas, servicios que nos prestan gratis a los humanos.
Por eso mismo, no sería de buen recibo fumigar suelo, aguas o gente con glifosato, ni impulsar la devastación de los bosques o humedales, ni invadir sus dominios con artimañas legales o no tan legales. Tampoco sería apropiado incitar a trabajar el campo o pescar sin seguridad social ni un mínimo de asistencia técnica o bienes públicos concertados, ni perpetuar la exclusión de nadie en la mesa de las ciudades, donde devoramos productos sin siquiera reconocer su origen o las implicaciones de consumirlos. Y mal visto que se organicen árboles, ríos, lombrices y gentes para reclamar y perturbar la civitas.
La lectura irónica de la urbanidad podría ayudarnos a reflexionar y construir una nueva ruralidad, justa, diversa, incluyente, en la cual no es la ciudad la “civilizada”, sino la fraternidad de todos la que defina la cualidad de un nuevo modelo de desarrollo compartido, solidario y sostenible. Al fin y al cabo, diría otra buena amiga, todas las ciudades quedan en el campo.