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Recuerdo la frustración de los abuelos Uitoto del medio Caquetá cuando, ilusionados con obtener su conocimiento acerca de la selva, les preguntábamos acuciosamente los nombres de cada árbol o cada pájaro para olvidarlos un segundo después. Maleducados, confundíamos la cosa con su nombre, en castellano, latín o m+n+ka, y hacíamos perder el tiempo al maestro que había heredado y verificado las claves para vivir en medio de la Amazonia y generosamente estaba dispuesto a compartirlas porque el conocimiento “no se mezquina”, pues se hizo con la experiencia de todos y pertenece a todos, pero hay que usarlo bien, por la misma razón. Unos pocos profesores de evolución y ecología en la U lo veían así: saber no es función de la memoria sino de modelos relacionales, emocionalmente sustentados, como las narrativas maravillosas de Humboldt o las que se recitan en el mambeadero. Allá no se puede simular y el que sabe… sobrevive, y más, ayuda a vivir a los demás sin pretender mandar, pero no se deja mandar del que no sabe.
Nadie hace necesariamente un buen trabajo gracias a un diploma: es fácil falsificarlo, como han hecho muchos. Lo contrario también aplica, no se es incapaz por no poseer un título universitario, lo que permite organizar una sociedad son las habilidades y capacidad de solucionar problemas, no solo de manera discursiva. Los resultados demuestran si valió la pena confiar, si fue adecuado entregar recursos y responsabilidades, si las personas están mejor que antes o no. Si se caen los puentes, alguien escogió mal l@s ingenier@s, averiguar por qué; aplica para todo: el que sabe sabe, pero… ¿quién sabe si alguien sabe? Convenientemente a algunos les sirve revolver esas cuestiones para tratar de manejar el mundo, lejos de los reconocimientos colectivos al saber.
En la novena conferencia global de educación del IFC, desarrollada en México la semana pasada, se cuestionó duramente la estrategia de formación universitaria basada en el modelo fordista de “impartir conocimientos” para “ensamblar” profesionales, que más bien garantiza desempleo. En cambio, los tecnócratas instamos a la flexibilidad académica, tan difícil de lograr en los ministerios de educación, para garantizar una formación más ajustada a las necesidades de la sociedad contemporánea, sin dirimir las diferencias entre quienes privilegian la demanda (esa sí, falacia utilitaria), en contraposición del compromiso entre quienes desean aprender y lo que los maestros consideran indispensable saber. Cosas como ética, que tiene poca venta, y que no hay que confundir con adoctrinamiento.
Hace años se supo que el “indio amazónico” era una marca registrada por un santandereano que ofrecía curar con agua de colores, con licencia del Invima. Si se morían sus clientes, era por falta de fe, no por la inocuidad de sus tratamientos. Pero cobraba y ganaba bien desafiando a médicos y doctoras que después de años de entrenamiento certificado y turnos de hospital no lograban un sueldo decente, mucho menos garantizar la vida eterna. Las academias tienen roscas, es cierto, también padecen lo que al interior de las universidades llamamos “el país”. Pero colectivamente hacen lo que los chamanes en sus butacos: garantizar que la tradición y el conocimiento nuevo estén a disposición de la sociedad, a través de la gestión pública o empresarial. Codicia y delirios de poder hay en ambas, la lucha es contra la ignorancia que se disfraza de autoridad en manos de cualquiera, para saquear el erario y sacrificar el bien común.
Apéndice: Netanyahu, genocida, reinstala a Israel como tragedia.