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Analistas 28/03/2023

Sal satánica

Brigitte Baptiste
Rectora de la Universidad Ean

De tiempo en tiempo surge de la arena ciudadana un grupo de gente lleno de buenas intenciones que decide, en su sabiduría, que es necesario salvar el alma de los demás, incluso a su pesar. Agradezco entonces a ellos y ellas y elles por la Resolución 2013 de 2020 que me hizo ver el camino y hacer que la lucha cotidiana contra la sal, digo, el mal, a pesar de volverse un poco sosa, sea factible.

Ya compré la estampita de San Miguel clavando su estandarte en la mostaza y, por supuesto, la oración de San Cipriano contra la salsa de soya, aunque debo decir que gracias al celo del Invima, cada vez estoy menos expuesta a la tentación, así algunos cocineros hayan pelado los cuernos y revelado su verdadera naturaleza demoniaca: me han llegado a ofrecer productos procesados con niveles de sal verdaderamente infernales. Y confieso, públicamente, que he pecado, pero el de ayer, lo juro, fue mi último rollito primavera.

Algunos no entienden, sin embargo, que aún se consiga sal en todas partes y sin el sello de advertencia de “alta en sodio”, habida cuenta de su condición elementalmente tóxica. Pero para quienes ya luchábamos contra el azúcar con el encomio de un exorcista, la noticia de la expulsión del cloruro de marras del paraíso gastronómico es una señal de justicia divina.

Mal por el mar. Pero poco a poco, y gracias a los arcángeles del ministerio de salud del anterior gobierno, no solo nos libraremos de las salsas, galletas, latas y pastas satánicas y, pensando en grande, expulsemos todas las frutas, altas en fructosa y maldad. Quién quita que los sacerdotes de la salud logren al final una reforma constitucional que nos libre del producto más perverso de la faz de la mesa: el chocolate con caramelo salado. ¡Vade retro, cocoa maligna y salitrosa!

La prohibición (un poco estalinista, cierto) de la salsa de soya llega en buen momento dado su obvio vínculo con el alcohol y el tabaco, esos si de venta legal. Un gran paso, sin embargo, que al solucionar la crisis de los hipertensos (y las hipertensas), reduce significativamente la necesidad de la reforma a la salud (y el consumo de Losartán, que está escaso), salvo que esta incluya, para aprovechar el camino abierto del prohibicionismo bondadoso, un par de articulitos de la bancada animalista.

De hecho, ayer en el supermercado me pidieron autorización médica para comprar salchichas y una supervisora, tan simpática como implacable, me aleccionaba por mis malos hábitos de consumo. Ángeles que ayudan a devolver el paquete de papas fritas que harto trabajo costó bajar de las estanterías mas altas, donde ni las niñas más obcecadas deberíamos poder llegar. Claro, me sentí como en el cuartico de Blockbusters y prometí hacer rogativa y pagamento con una cena entera (y austera) libre de las salsas que ya vertí en éxtasis al inodoro para no verlas más. Lejos de mí, Saltanás.

Qué alegría cuando me dijeron que no debía temer más a la corrupción del NaCl. Aleluya. Gracias a la capacidad de prohibir, sabemos que la civilización avanza y que aquello que algunos se atreven a llamar libertad de elección tiene sus límites.

Ojalá no vaya y las Cortes, empecinadas en proteger la irresponsabilidad de quienes aún prohíjan salero en sus mesas no echen para atrás las normas que la divina providencia ya dictó. Cómo es de bueno tener un Estado, con mayúsculas, que finalmente asimila la sal a los peores agrotóxicos, al mercurio en los ríos o al bazuco en las calles. Gloria a l@s dios@s, y que se precipiten l@s demoni@s a su salmuera, de donde nunca debieron haber salado. Digo, salido.

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