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En vez de la quimera de sembrar árboles regados por todas partes, que segura (y a menudo afortunadamente) morirán en poco tiempo, deberíamos considerar seriamente invertir en restituir la funcionalidad ecológica de los territorios mediante el cultivo coherente de la biodiversidad, porque sembrar nada a la loca produce ecosistemas viables o funcionales por más “nativos” que sean: se requiere diseño, y por ello, ciencia y propósito.
Una empresa que invierte desde hace poco más de una década en plantaciones forestales homogéneas en la altillanura, con especies y variedades foráneas domesticadas, esperaba utilizar la madera como fuente de sustento de un negocio que, con el tiempo y mientras crecían los árboles, se convirtió en un excelente sumidero de carbono, con una rentabilidad mucho mayor que les hizo desistir de la cosecha. El bosque quedó en pie, aparentemente zombi, pero como en el mundo de lo orgánico nada se queda quieto, se produjo una transformación ecológica que no se esperaba (Paolo Lurgari la había descubierto décadas atrás en el Vichada, en medio de sus controversiales pinares): las plantas silvestres no temen colonizar los rodales simples, y con el tiempo, llega la fauna propia del vecindario y crea un bosque híbrido que produce múltiples servicios a la nación, muchos de ellos aún no cuantificados. Algo similar ha sucedido con plantaciones de palma de aceite, donde además los sistemas de canalización de agua se han convertido, sin querer, en extensiones de los humedales regionales.
Con un adecuado manejo del paisaje, las culturas forestales permiten restituir el hábitat de algunas de nuestras especies más amenazadas, inventando formas rentables y eficientes de gestionar la complejidad, para provecho nuestro y de las demás formas de vida con las cuales compartimos planeta, aunque habiendo abusado nosotros de ellas. Y si bien es cierto que las mayores contribuciones a la conservación provienen hoy día de las comunidades indígenas y afro del país (las campesinas están inventando aún la sostenibilidad en sus agroecosistemas) y las comunidades anfibias luchan por sobrevivir con modos de vida simbióticos con ciénagas y manglares, lo cierto es que todos los colombianos estamos obligados a cultivar biodiversidad como respuesta adaptativa a la crisis climática. Algo de ello está sucediendo con iniciativas regenerativas que aparecen en sectores tradicionalmente vistos como destructores de la salud ambiental del territorio, donde son los ambientalistas los que no están dispuestos a cambiar su noción convencional de la minería, la construcción de infraestructura, el urbanismo o la agroindustria como actividades extractivistas e insostenibles, pues les implica “colgar los hábitos”, por lo cual prefieren no estudiar y salir a la calle a protestar por asuntos que comenzaron a cambiar hace años.
Cultivar biodiversidad implica, por ejemplo, superar el limitado concepto de las compensaciones, y nos plantea el reto de rediseñar territorios como “Living labs”, laboratorios de vida donde comunidades, empresas, gobierno y academia plantean nuevos escenarios de trabajo: se cultivan corales, manglares y frailejones con recursos de regalías, se reproducen ranas, loritos y peces tropicales como emprendimientos sostenibles, y se regeneran colonias de microorganismos de suelos y aguas, a partir de las cuales se recomponen las comunidades bióticas, el resultado de las inversiones de quienes hoy se están dando cuenta que sin las demás especies, la nuestra no saldrá adelante, por mucha IA que nos pongamos.