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Se le olvida al presidente Bolsonaro, o tal vez nunca le importó, que la soberanía no es absoluta, así como la propiedad privada (individual o colectiva) tampoco: conlleva responsabilidades. La Amazonia podrá ser una selva ubicada, por los accidentes de la historia, en lo que hoy es el territorio de varios países, pero su importancia es tan global y compartida como la atmosférica: del manejo de ese bosque depende parte de la seguridad planetaria, de manera que bajo ninguna circunstancia se puede apelar a la soberanía como justificación para destruirla. Obviamente, para hacer ese movimiento retórico político tan desafortunado que hoy hace Brasil ante la ONU hay que demoler la ciencia, otra evidencia de que las razones del mandatario no solo ponen en riesgo la estabilidad climática y la convivencia sino la civilización.
Nadie puede reclamar total autonomía sobre sus acciones ni propiedades pues existen responsabilidades constitucionales que las modulan en casi todas las cartas fundacionales de las democracias. En Colombia, toda propiedad las conlleva (Art. 95), incluidos los resguardos indígenas a quienes, paradójicamente, es a los únicos a quienes se les exige certificarla (Ley 160 de 1994). Nadie puede destruir un nacimiento de agua con la excusa de que “en mi finca puedo hacer lo que me dé la gana”; y aunque en lo cotidiano suceda, es violatorio de la ley. Peor aún, invocar la soberanía como derecho a la destrucción, como hacen los niños caprichosos para no compartir un juguete que además está diseñado para jugar en grupo, es inaceptable y suicida cuando se trata de la seguridad climática del mundo.
Tendría alguna razón Bolsonaro si reclamase responsabilidad a Macron o al norte por el manejo de sus gases de efecto invernadero: ningún modelo de bienestar tiene el derecho de verter sus residuos a la atmósfera compartida y crear la crisis climática que ya se produjo. Pero el irresponsable mandatario no puede reclamar nada sobre la base de un evento en el que no cree y, por ello, debe limitarse a la letal pataleta. Mal secundarlo: la Amazonia, tanto como la taiga siberiana o los bosques canadienses, es un regulador ambiental global y por tanto el planeta entero tiene derecho a reclamar y, ojalá, contribuir con su buen manejo (volar oleoductos no cuenta).
Lo único que cabe en cada centímetro de territorio de las naciones, independientemente de la forma de propiedad o administración que lo cobije, es asumir su responsabilidad climática. Si desconocemos el vínculo de las transformaciones ecosistémicas con el calentamiento o con su control destruimos toda posibilidad de gobernanza efectiva para la sostenibilidad y le proponemos al mundo clausurar un futuro puesto que la codicia certifica la extinción. Es una lástima que la cooperación internacional llegue tan lento, no sea proporcional al daño y a menudo caiga en garras de la corrupción o la ineficiencia administrativa: recordemos que capturar al menos una proporción del CO2 liberado por Colombia (232 millones de toneladas/año, según Ideam), requiere millones de hectáreas (las hay), de árboles (hay semillas) y de años (limitados), algo que se podría lograr si no viésemos aproximarse los nubarrones de humo de la temporada seca que comienza en la región, pronto en manos de nuevos gobernadores: ¿alguien ha escuchado sus propuestas ambientales?