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La antigua noción geográfica de región ha vuelto a posicionarse como mecanismo para orientar la planeación, dada la confluencia de factores que hacen de ella un espacio de gestión integral, incluso más allá de la cuenca hidrográfica, con la que se ha tratado de pensar el país más recientemente, y en especial a través de la institucionalidad ambiental descentralizada. Las razones de este “renacimiento” tienen que ver con la noción de “paisaje”, más que de frontera administrativa, ya que con ella es mucho más fácil abordar el “problema” de la diversidad y la identidad: todo el mundo tiene una imagen sencilla de la región central cafetera, o de las planicies con cañaduzales del Valle del Cauca, del paisaje europeizado de la Sabana de Bogotá (que muchos defienden con pasión…europeizada) o de la depresión Momposina en el centro del país. De hecho, esta última es tan emblemática que llevó al controversial sociólogo Orlando Fals Borda, quien también estudiara las lógicas territoriales de los paisajes campesinos boyacenses, a plantear hace varias décadas un modelo político administrativo mas ajustado a las condiciones orgánicas físicas, biológicas y culturales de los territorios colombianos.
La noción de bioculturalidad retorna con la fuerza de la ecología en el sentido de la inextricable relación que se teje en cualquier territorio entre su biodiversidad y las formas de aprehenderla y construir a partir de ella una propuesta de gestión material y una apreciación simbólica de la posición humana en medio de la red vital que la sustenta. La cultura no es una construcción caprichosa o arbitraria derivada de la subjetividad o la imaginación de las personas, es un conjunto de prácticas y saberes que evoluciona en continua conversación, se manifieste con estéticas particulares y sea flexible dentro de ciertas “lógicas de pensamiento”: de ahí que estudiar historia y geografía sea siempre indispensable, pues estas disciplinas clásicas son la fuente de las diversas escuelas de pensamiento ambiental.
Reconocer la existencia de los territorios bioculturales colombianos, como propone el Ministerio de Cultura para orientar su gestión, es un avance significativo para restituir esa perspectiva de tejido que se establece entre tradiciones locales, biodiversidad y las escalas más amplias de la interacción política, que plantean por naturaleza la necesidad de modificar el comportamiento de las personas y sus instituciones para adaptarse a las condiciones cambiantes del mundo, que pueden ser de cualquier índole, pero hoy más que nunca, climáticas. Es la cultura la que cambia, en el sentido que el maestro Augusto Ángel Maya definía para avanzar en la construcción de sostenibilidad, es la cultura la que construye una y otra vez el territorio a partir de la lectura del río, la ciénaga, el bosque, la sabana, sea para transformarlas en ciudad, granjas solares, zonas industriales o selvas productoras de servicios ecosistémicos para la humanidad, como es el caso de la Amazonía colombiana, uno de los territorios bioculturales más fáciles de percibir.
En vísperas de la COP16 de biodiversidad, bienvenida la vieja idea de que la fauna y la flora no existen “allá afuera” de manera sobrenatural, como un “sobrao” de la civilización: todo lo contrario, son el sustrato de la colombianidad, que no es una marca comercial ni una identidad postiza. Nada más natural que la diversidad cultural, el único recurso que tenemos como la especie creativa que somos para regenerar este mundo tan deteriorado.