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En los conflictos ambientales existe un debate ético acerca de la distribución de los efectos del cambio ambiental en la sociedad. Un primer aspecto de esta discusión proviene del nivel de comprensión del funcionamiento de los ecosistemas en el tiempo y el espacio, empíricamente documentado, como frecuentemente he tratado en esta columna.
Acá juega un papel preponderante el modo de conocimiento con el cual se aborden las escalas del cambio: es muy diferente la perspectiva multifacética de las ciencias modernas, parcialmente globalizadas, a la de los sistemas de conocimiento indígenas y locales. El posicionamiento de las personas “que saben” dentro de su entorno social y ecológico produce efectos muy particulares que hoy reconocemos como el “carácter situado” del conocimiento.
La experiencia de cada quien en su ecosistema de referencia, un mosaico de estabilidades relativas, es la que hace extremadamente difícil para alguien que ha nacido y crecido en cierto tipo de ambiente, juzgar desapasionadamente los rasgos culturales que representan otras tradiciones o linajes adaptativos.
Un habitante de las selvas húmedas ecuatoriales, a quien las crecientes relativamente regulares de sus ríos y la migración de peces asociada es “lo normal”, tendrá dificultades para entender y eventualmente adoptar prácticas piscícolas propias de las culturas lacustres del sudeste asiático, así haya similitudes biológicas en ambas condiciones: el hilo intergeneracional hará que las vea contrarias a su tradición, así tengan todo el sentido para solucionar tensiones demográficas, por ejemplo.
La situación más compleja se presenta en las sociedades urbanas, que poseen experiencias ecológicas absolutamente diferentes a las del resto del mundo, dada la evolución de los ambientes construidos: de allí que veamos tantas interpretaciones de los fenómenos biológicos y sociales que entraña esta modificación de los modos de vida planetarios.
Casi que estamos hablando de dos “especies humanas”, el Homo sapiens urbano y el sapiens rural, que sabiéndose simbióticos, se miran con desconfianza y juzgan su condición desde sistemas de pensamiento extremadamente subjetivos sin notarlo. Colombia lo vive claramente en su conflicto armado, sus debates acerca de los extractivismos, su animalismo radical.
La discusión acerca de lo lícito, lo adecuado, lo justo en términos de cambio ambiental se ha convertido en el núcleo de la capacidad de convivencia y adaptación de los humanos a diversas escalas.
Tanto en el caso de vecinos que se acusan mutuamente de afectar sus propiedades debido a prácticas que consideran inaceptables, hasta el conflicto de sectores que no hablan entre sí porque pondrían sus intereses de corto plazo en entredicho, en los conflictos ambientales se hacen evidentes sistemas de valores incompatibles que debemos ser capaces de abordar con una nueva perspectiva.
Empieza este año la primera evaluación global de sistemas de valoración de la biodiversidad y sus contribuciones al bienestar humano, propiciada por la plataforma IPBES, con el fin de indagar a fondo cómo está siendo considerada la variabilidad de formas de vida del planeta por las diferentes sociedades humanas.
Durante los dos próximos años, un centenar de expertos seleccionados y delegados por representantes de más de 130 gobiernos trabajará en ello, mientras la Universidad Autónoma de México coordina todo el proceso.