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En el reciente Líder Lab de Libertank en Barranquilla, el profesor Antonini de Jiménez dictó una charla que, como es su costumbre, sacudió el status quo. Me gustaría citar una parte de su discurso, tan reveladora que no necesita de ninguna alteración: “La verdadera razón por la cual las personas odian el capitalismo… es porque el progreso les quita algo. ¿Qué les quita el progreso? Les quita la tranquilidad de vivir felizmente instalados en la mediocridad”. No estoy seguro de que todos detesten el capitalismo, pero estoy convencido de que muchos colombianos han aprendido a temer al progreso, lo que ha provocado un asentamiento generalizado en la mediocridad.
A pesar de nuestras proclamaciones patrióticas, de nuestra devoción por nuestro himno - que muchos consideran el más hermoso del mundo - y de otras manifestaciones de orgullo nacional, la cruda realidad es que Colombia es un país mediocre en la mayoría de los índices internacionales. Particularmente en aquellos que miden la capacidad de un país para progresar: libertad, libertad económica, democracia, transparencia, productividad, competitividad. Esta mediocridad parece estar profundamente arraigada en nuestra mentalidad colectiva, al punto que cuando alguien se atreve a sugerir que Colombia podría aprender de las políticas exitosas de otras naciones, la respuesta habitual es un despectivo “Cundinamarca no es Dinamarca”.
Esta mediocridad autoimpuesta se manifiesta en varios aspectos de nuestra sociedad. Por ejemplo, el ciudadano promedio sospecha automáticamente de cualquier progreso ajeno, atribuyendo el éxito a prácticas ilegales o inmorales. Esta mentalidad es más que simple envidia; es un resentimiento que busca arrastrar a todos a un nivel inferior, en lugar de aspirar a alcanzar el éxito del otro.
Lamentablemente, esta mentalidad también está presente en algunos empresarios, quienes temen a la competencia y dedican más tiempo y energía a mantener barreras arancelarias que a mejorar sus productos y servicios. Temen al libre mercado no por lo que puede ofrecer a la sociedad, sino por la amenaza de que quede en evidencia su incapacidad para agregar valor.
Este temor al progreso, este rechazo a la idea de que podemos y debemos aspirar a más, está frenando a Colombia. Debemos aprender a ver el progreso no como una amenaza, sino como una oportunidad. Necesitamos aprender a competir, a innovar, a tomar riesgos. Necesitamos una mentalidad que celebre el éxito y se inspire en él, en lugar de tratar de destruirlo.
Recientemente, durante un concierto, escuché a un cantante declararse un “gorrero del éxito ajeno”. Esta frase, aunque pronunciada en un contexto festivo y musical, encierra una poderosa lección. En lugar de despreciar o sospechar del éxito ajeno, deberíamos aspirar a aprender de él, a dejarnos inspirar. Necesitamos cambiar nuestra mentalidad y empezar a ver el éxito ajeno como una meta alcanzable, no como una amenaza.
La mentalidad que Colombia necesita para avanzar no se basa en la envidia, sino en la admiración; no en el resentimiento, sino en la ambición. No se trata de empresarios pidiendo aranceles para protegerse de la competencia, sino de líderes buscando innovar y mejorar en un mercado libre y competitivo la vida de los demás. Colombia necesita más “gorreros del éxito ajeno” y menos detractores del progreso.