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Cada vez que el Estado impone un arancel, comete una injusticia. No una torpeza técnica, no una política debatible, sino una violación directa de la libertad individual. Porque toda transacción económica voluntaria es, en esencia, un acto de libertad. Si dos personas -sin coacción, sin fraude, sin violencia- acuerdan intercambiar algo, ¿quién se cree con el derecho de interferir? ¿Con qué justificación moral puede un burócrata cobrarles un impuesto por ejercer su libertad?
Los aranceles parten de un error filosófico grave: imaginar que los países comercian entre sí, como si fueran dos ejércitos negociando la paz. Pero eso es una ficción peligrosa. En realidad, no es “Colombia” quien le compra acero a “China”, así como no es “Antioquia” quien compra arroz a “Tolima”. Quienes comercian son personas y empresas. Cuando el Estado impone un arancel, no está negociando con otro país: está prohibiéndole a un individuo comprar lo que quiere, al precio que quiere, de quien quiere. Lo que restringe un arancel no es el comercio entre banderas, sino la libertad individual de elegir con quién hacer negocios. El arancel es violencia: impone por la fuerza un castigo a una decisión pacífica.
El comercio internacional no es una transferencia de riqueza existente, sino una creación activa de valor. En toda transacción voluntaria, ambas partes creen que reciben más de lo que entregan, según su propio criterio. Esa es la magia del intercambio libre: es un juego de suma positiva. Interrumpirlo con un arancel no solo rompe esa lógica, sino que destruye riqueza en el camino.
Quienes defienden los aranceles, como Trump, repiten una idea equivocada y peligrosa, que el déficit comercial es una pérdida. El déficit es un reflejo de una elección interna: los estadounidenses ahorran poco y consumen mucho. Esa no es culpa de China ni de México. Creer que el desequilibrio en el comercio es una trampa es como exigir que cada persona compre exactamente lo que vende.
Los aranceles son solo el primer paso de una espiral infernal de intervención estatal. Impones un arancel. El otro país responde. Tus productores sufren. Entonces subsidias. Luego regulas. Después legislas excepciones. El resultado: una economía llena de parches, privilegios, rentistas y distorsiones. El intervencionismo no se queda quieto. Se encadena. Y cada eslabón nos aleja más de la libertad y del orden espontáneo que hace posible el progreso.
El mercado es un sistema descentralizado de coordinación, de decisiones, dispersas y libres, se entrelazan para generar precios, innovación, soluciones. Cuando el Estado impone un arancel, interrumpe esa coordinación. El caos mata la cooperación. La incertidumbre - como la que genera Trump con su proteccionismo errático - es un veneno para la inversión y el crecimiento económico.
El libre comercio no es un regalo, es una exigencia moral. El conocimiento está disperso en la sociedad, y solo el mercado puede aprovecharlo. Cualquier intento de planificar desde el poder es arrogancia constructivista. Los aranceles no nos hacen más fuertes. Nos hacen más pobres, más rígidos y menos libres. El mundo no necesita muros, necesita alas. No necesitamos protegernos, sino integrarnos. No necesitamos que el Estado decida por nosotros, sino que nos deje decidir.