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El salario mínimo, presentado como una herramienta para proteger a los trabajadores, es en realidad una barrera que condena al desempleo y la informalidad a millones de colombianos, especialmente a los jóvenes más pobres. En un país donde más de 58% de los trabajadores son informales y las tasas de desempleo juvenil superan 16%, ¿cómo puede justificarse una política que excluye precisamente a quienes más lo necesitan? El salario mínimo hace que sea ilegal que los trabajadores de menor productividad ofrezcan su labor al precio que el mercado está dispuesto a pagar. En un país donde la mayoría de las empresas son micro, informales y de subsistencia, con ingresos extremadamente bajos, muchos empleadores no pueden cubrir el costo del salario mínimo.
El problema del salario mínimo no es solo su impacto actual, sino también su origen. Esta política no nació para proteger a los más pobres. Como lo demuestra la economista Deirdre McCloskey, el salario mínimo fue diseñado a principios del siglo XX como una herramienta para excluir a los grupos en ese entonces considerados “indeseables”. Economistas progresistas como Sidney Webb y Henry Rogers Seager defendieron abiertamente el salario mínimo para impedir que mujeres, inmigrantes y afrodescendientes compitieran en el mercado laboral. En palabras de Webb, “permitir que los inferiores compitan sin restricciones como asalariados es lo más ruinoso para la sociedad”. La idea era clara: mantener fuera del mercado a quienes, según ellos, no merecían un lugar. Lo más preocupante es que esta política logró exactamente lo que buscaba: excluir a los más vulnerables mientras protegía a una minoría privilegiada.
A pesar de este origen oscuro, el salario mínimo sigue siendo una de las políticas más populares en la agenda política. ¿Por qué? Porque apela a las emociones y se ha convertido en un símbolo de justicia social. Cada diciembre, las discusiones sobre el salario mínimo se llenan de promesas populistas que ignoran su verdadero impacto. Los políticos compiten por ofrecer el mayor aumento, mientras dejan fuera de la conversación a los desempleados y trabajadores informales, que representan a la mayoría de los colombianos.
Si esta discusión fuera seria, al menos deberíamos considerar un salario mínimo diferenciado por regiones. No tiene sentido imponer la misma cifra en Bogotá que en zonas rurales donde las economías son mucho menos productivas. Esto permitiría que más personas accedan al empleo formal. Sin embargo, el problema no está solo en la cifra ni en la regionalización. Está en la naturaleza misma del salario mínimo como política. El trabajo no debería estar condicionado por lo que un grupo de burócratas decida como “justo”. Si de verdad queremos mejorar las condiciones de vida de los más pobres, debemos enfocarnos en políticas que impulsen la productividad, la educación y la formalización, no en restricciones que excluyan a quienes más lo necesitan.
Es hora de dejar de idealizar una política que históricamente nació para discriminar y que hoy perpetúa la pobreza. Los colombianos necesitan soluciones que permitan enriquecerse, construir sus proyectos de vida y salir adelante, no medidas que, en el afán de conseguir aplausos políticos, terminan causando graves daños. Ojalá algún día en la mesa de negociación estén representados también los desempleados e informales, que son la verdadera mayoría, y que hoy nadie defiende.