ANALISTAS 23/04/2025

Una cena en Oslo

Camilo Guzmán
Director ejecutivo de Libertank
Camilo Guzman

Hay escenas que capturan más que un instante. Una de ellas me la relató un amigo de mi padre, quien compartió con él un viaje de trabajo a Noruega, hace algunos años. Ambos visitaron una planta industrial en las afueras de Oslo. El CEO de la compañía los recibió y les ofreció un recorrido por la fábrica. Vieron las líneas de producción, las máquinas, el orden de los procesos. En uno de los pasillos conocieron a un técnico de mantenimiento, un hombre amable, con más de una década en la empresa. Intercambiaron saludos y continuaron con la visita.

Esa noche, el CEO los invitó a cenar a un restaurante elegante en el centro de Oslo. Al llegar, se encontraron con una sorpresa: el mismo técnico de mantenimiento estaba allí cenando con su esposa. Tranquilo. Con esa dignidad serena de quien sabe que está donde quiere estar. Nadie lo miraba con extrañeza. Nadie lo hacía sentir fuera de lugar. Porque no lo estaba.

Hay sociedades donde la convivencia no está determinada por la jerarquía económica, sino por algo más sólido y difícil de construir: la posibilidad real de vivir con dignidad, de elegir sin pedir permiso, de compartir espacios sin sometimiento ni humillación.

No era una ilusión de igualdad patrimonial -porque, desde luego, había diferencias- sino la evidencia de que el bienestar puede alcanzar a todos cuando la libertad y la responsabilidad se encuentran.

Y en esa escena, no estaba el Estado. No había subsidios, ni programas sociales, ni redistribuciones calculadas por tecnócratas bienintencionados. Lo que había era otra cosa: capitalismo funcionando.

¿Por qué un técnico industrial puede cenar en Oslo en un restaurante de lujo sin que eso sea noticia, milagro o excepción? La respuesta no está en un ministerio ni en una oficina de bienestar social, sino en los cimientos de la economía noruega: capital acumulado, libertad de empresa, competencia abierta, respeto por la propiedad privada, y una cultura que no desprecia el éxito.

Los salarios no suben por decreto. Suben cuando hay productividad. Y la productividad no brota del aire: se construye con inversión, con ahorro transformado en capital, con innovación y riesgo. Lo que un trabajador puede ganar depende directamente del valor que es capaz de generar. Y ese valor, en una economía capitalizada y libre, se multiplica.

Noruega ocupa el puesto 9° en el Índice de Libertad Económica del Heritage Foundation. Colombia, el puesto 89°. Esa brecha -más que de posición en un ranking- es una brecha de mentalidad, de diseño institucional, de respeto por la iniciativa privada y la libertad.

En Colombia, seguimos atrapados en una narrativa que rinde culto al Estado como gran redentor. Pero nuestro Estado no corrige desigualdades: las fabrica, las legaliza, y las administra con clientelismo, burocracia y regulaciones que castigan al exitoso y premian al obediente. Mientras tanto, los verdaderos igualadores -el capital, la inversión, la productividad- son vistos con sospecha, cuando no con abierta hostilidad.

La cena en Oslo no fue una anécdota, fue la consecuencia natural de un orden económico y moral que no iguala por decreto, sino que permite prosperar sin tener que pedir permiso. Donde la libertad no es una promesa vacía. Donde el éxito no es privilegio de pocos, sino posibilidad de muchos. Esa dignidad -la verdadera- no necesita discursos ni pancartas. Solo necesita que dejemos de estorbarle al individuo que quiere progresar.