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“La libertad es un bien precioso, pero no está garantizada, a ningún país, a ninguna persona, que no sepa asumirla, ejercitarla y defenderla” escribió Mario Vargas Llosa. En 1817, Thomas Jefferson, uno de los padres fundadores de Estados Unidos escribió que el precio de la libertad es su eterna vigilancia. Y a pocos pasos del Memorial de Lincoln en Washington D.C está escrito en piedra que “la libertad no es gratis”. Mientras usted lee este escrito, en diferentes lugares del mundo hay valientes defendiendo la libertad. Piense un momento en los jóvenes en Cuba, en los presos políticos en Nicaragua, Venezuela o Hong Kong, o en las organizaciones de mujeres en Irán. En esos lugares, la libertad es el valor más escaso. Allí, el individuo ha dejado de ser libre para convertirse simplemente en un número al servicio de los intereses de líderes autoritarios convencidos de sus fracasadas ideas.
En la historia reciente de Colombia hemos creído que la libertad se da de manera silvestre, la damos por sentada. Creemos que, sin importar sus ataques, la disfrutaremos. Hemos sacrificado -y no pocas veces- algo de ella, convencidos por algún político, de que su sacrificio es la única manera de solucionar los problemas más complejos de la sociedad. Nos han hecho creer que la libertad puede ser un bien transable, una especie de “commodity” que podemos intercambiar sin consecuencias. Vamos adormilados entregándola poco a poco, y quizá cuando despertemos, estaremos como los países que citaba en mi introducción y ya será demasiado tarde. La libertad, querido lector, es toda o no es nada: no es negociable y cualquier intento de transacción no es otra cosa que la claudicación ante quien quiere quitárnosla para tener o mantener el poder absoluto.
Estoy convencido que los colombianos hemos disminuido nuestra libertad desde hace muchos años, pero desde el 7 de agosto del 2022 de manera exponencial. De pronto usted estará pensando “tan exagerado, si aún no han hecho mucho” y puede tener algo de razón porque no han hecho tanto, pero ojo, han dicho demasiado.
Y para perder la libertad no es necesario el poder autoritario y déspota, usando la fuerza. También puede hacerse con palabras, cambiando la mentalidad de la sociedad. Cada frase populista que suelta el Gobierno en sus discursos, que parecen inofensivas, que conectan con lo que la mayoría quiere escuchar y que prometen soluciones fáciles a problemas complejos; cada ataque al único sistema que nos hace libres: el de la economía de mercado; cada amenaza a la democracia tiene como consecuencia la generación de una epidemia donde la mayoría se convence de ideas erradas. Entonces ya no será necesario que nos quiten la libertad a la fuerza, pues la terminaremos entregando de forma voluntaria y convencidos.
Estimado lector, si usted entiende el valor de la libertad, si comprende que solo se puede existir como individuo cuando se es libre, usted tiene el deber moral de defender y cuidar no solo su libertad sino la de todos los colombianos. En Libertank llevamos tres años dedicados al cuidado de la libertad, convocando, formando y movilizando ciudadanos de todas las edades que han entendido que, como dice el profesor Antonini de Jiménez, “la libertad que no se arriesga, se pierde”. Cuidemos la libertad ahora, no vaya a ser que cuando despertemos sea demasiado tarde.