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Los promotores del bloqueo a la Vía Panamericana no calcularon los riesgos de acudir a las vías de hecho para llamar la atención sobre demandas justas.
La protesta social, ejercida dentro de los límites razonables señalados por la Constitución y la ley, es un derecho democrático. Es claro que nuestras comunidades indígenas de todo el país conviven en amplias franjas de pobreza y marginalidad y también es cierto que aún hace falta madurar los procesos asociados a los derechos que les consagra la Constitución, razones suficientes para que vastas comunidades del sur del país expresen su inconformidad e interpelen al Estado nacional sobre efectivo reconocimiento.
Sin embargo, cuando la protesta toma el cauce de las vías de hecho sus consecuencias suelen ser impredecibles. Estoy convencido de que los promotores de la protesta, que se ha materializado en el bloqueo de la neurálgica Vía Panamericana, no hicieron el necesario cálculo de riesgos y terminaron convirtiendo una movilización, que se suponía civilizada, en una fuerte de graves perjuicios económicos y sociales.
Los invito a mirar el problema con el prisma objetivo de las cifras confiables. Cada día de paro genera pérdidas del orden de los $5.987 millones. Desde el 10 de marzo, cuando se inició el bloqueo, hasta el sol de hoy se ha impedido el paso a medio millón de vehículos de carga y los cálculos de la Federación Nacional de Comerciantes (Fenalco) nos hablan de pérdidas acumuladas superiores a los $20.000 millones. La situación es sinónimo de desabastecimiento de los mercados.
Los productores de papa han visto represada la producción de 20.000 toneladas y los precios por bulto, en los mercados donde se agotan las existencias, han crecido hasta en un 100%. Los productores de leche lamentan la pérdida de los 270.000 litros que, en condiciones normales, se transportan diariamente por allí.
Son sobrecogedores los datos que nos productores de pollo, producto esencialísimo en la canasta familiar, nos ofrecen: 350.000 toneladas del producto y 3.600 millones de huevos están en riesgo de ir a la basura, una dolorosa paradoja en un país donde los índices alimentarios reflejan un marcado rezago.
Los productores de caña, producto que representa una de las mayores fuentes de recursos para el occidente colombiano, han visto impotentes cómo 90 hectáreas, a las que aún les faltaban seis meses, para el corte fueron incendiadas, mientras que pequeños y medianos agricultores sufren pérdidas cercanas a los $3.500 millones al malograrse su producción de aguacate, cebolla, plátano, tomate, mora, maracuyá y brócoli, que no llegarán a tiempo a las mesas de nuestros hogares.
Los trastornos en la salud son enormes y los son también en áreas de como el abastecimiento de combustibles, transportes de materias primas para la industria, más un amplio etcétera de bienes y servicios que se ven afectados.
Hay que reconocer que el Gobierno Nacional ha ofrecido un diálogo fluido y un catálogo de soluciones prácticas y estructurales. La incorporación de recursos por $10 billones al Plan Nacional de Desarrollo, representa un avance sustancial que no podemos mirar de soslayo.
Ha sido un acierto del presidente Iván Duque apelar a los gobernadores del Valle del Cauca, de Nariño y Cauca -que tienen un conocimiento privilegiado de las necesidades de la región- para que aporten sus buenos oficios como mediadores.
Qué mejor que los gobiernos regionales tengan la oportunidad real de convertirse en partícipes de las soluciones, después de diez lustros en los que en los escenarios del diálogo social solo se oía la voz del centro y era ignorada la de la periferia.
Creo de buena fe que están dadas las condiciones para que cesen las vías del hecho y para que los acuerdos prosperen antes de que se cumpla el viejo aforismo según el cual toda crisis es susceptible de empeorar.