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Estados Unidos ha sido un defensor de la democracia en el mundo, señalando quién es y quién no es demócrata y, afortunadamente, ya pasaron los tiempos en que esa defensa se hacía en función de los intereses de los EE.UU., protegiendo aquellas dictaduras que le fueron afines y condenando aquellas que sentían como amenaza.
Tiempos que llevaron al presidente Franklin D. Roosevelt a defender al dictador Anastasio Somoza afirmando que este “podrá ser un hijo de p…, pero es nuestro hijo de p…”. En los tiempos de ahora, esa preocupación por el imperio de la democracia es una discusión que se da dentro de casa.
Uno de los temas centrales de la campaña presidencial de los Estados Unidos ha sido la posible amenaza a la democracia. Ha sido reiterativo el argumento de los demócratas en el sentido que un triunfo del candidato Trump es una amenaza a la democracia de ese país, y esto lo afirman basados en su reiterado desconocimiento del resultado electoral de las pasadas elecciones y en el respaldo implícito que dio a las turbas que irrumpieron en el Congreso estadounidense el 6 de julio de 2021.
Por su parte, y de manera descarada, el candidato Trump sigue sosteniendo que los demócratas se robaron las pasadas elecciones desconociendo resultados transparentes y que los vándalos que irrumpieron en el Congreso fueron unos buenos muchachos que se vieron en una situación provocada por los guardias de seguridad. Alega que su defensa de la democracia lo lleva a arriesgar su vida, como lo demostró el reciente atentado.
Más allá de este debate, hay otros lunares que bien vale la pena destacar en la democracia americana. Para empezar, su complejo sistema de Colegios Electorales, en el cual el ciudadano elige no al candidato, sino a unos electores con reglas de juego que cambian de estado a estado, hace que en ocasiones el candidato que saque más votos no necesariamente sea el que gane.
En efecto, en cuatro ocasiones en las contiendas electorales el ganador del voto popular ha perdido la presidencia. Dos veces en el siglo XIX y dos veces en el siglo XXI, cuando en 2000 Al Gore ganó el voto popular frente a G.W. Bush, pero perdió la presidencia, y más recientemente en 2016, cuando habiendo ganado el voto popular, Hillary Clinton perdió la contienda frente a Donald Trump. Me pregunto qué justificación democrática tiene un sistema como este, en el cual se desconoce la voluntad de las mayorías.
Pero si por el lado de los republicanos llueve, por el lado de demócratas no escampa. Una reciente publicación en la cuenta oficial de Black Lifes Matter (BLM) en la red social X, cuestiona por poco democrática y transparente la nominación de Kamala Harris como candidata de los demócratas. La secuencia va así: el domingo, Biden renuncia, Harris proclama su candidatura y recibe respaldo de Biden, a la vez que anuncia que trabajará duro para merecerse la nominación.
24 horas después, y habiendo conseguido el respaldo de los grandes jefes del partido, Kamala asegura su nominación antes de la convención de ese partido. Concluye el mensaje de BLM afirmando que “Instalar a Kamala Harris como la nominada con un vicepresidente desconocido, sin que mediara ningún proceso de votación, hace al partido demócrata moderno un partido de hipócritas”.
Como símbolo de la democracia occidental, los Estados Unidos está en el deber de cuidar su sistema democrático de cara a las elecciones de noviembre si quiere tener la autoridad moral de juzgar otros sistemas democráticos.