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Una de las muletillas más manidas en la política es el cambio. Todos prometen el cambio con un nombre o con otro. El presidente Gaviria ofreció un revolcón, el candidato Vargas Lleras bautizó su partido como Cambio Radical, el expresidente Andrés Pastrana nos anunció que el “Cambio es Ahora”, Gustavo Petro en su campaña afirmaba que lo que se disputada era el cambio, mientras su contrincante el tristemente célebre ingeniero, Rodolfo Hernández, prometía también un cambio. De tanta promesa de cambio surgen varias preguntas: ¿Qué es lo que se va a cambiar?, ¿Cuál cambio es necesario?, ¿Qué va a reemplazar lo que vamos a cambia? Y podrían surgir muchas preguntas más.
Esta reflexión viene al caso porque la respuesta del presidente Petro a las marchas de grupos de ciudadanos opositores del gobierno fue que aquellas personas eran unas minorías que eran enemigos del cambio, insinuando con ello tal vez que estaban en contra de la historia o de algún designio superior a la que está llamada la Etnia Cósmica con la que sueña el mandatario.
La Real Academia de la Lengua define el cambio bien como permuta o canje en su primera acepción o como o como transformación, alteración o reforma como su segunda acepción. Es de suponer que el presidente se refería a la segunda y que siente que su gestión está transformando al país, lo está reformando y lo está alterando en su esencia. Y el primer mandatario está en lo correcto. Su gestión efectivamente tiene todas estas connotaciones y contesta la primera pregunta formulada, ya que quiere cambiar todo. Y ello conduce a la pregunta si toda esta alteración es necesaria, y si es posible refundar la patria en cuatro años (salvo que quiera prolongar su mandato). En este caso la respuesta es sencillamente no.
Colombia ha sido “víctima” de muchas promesas de cambio, pero hasta ahora la gran mayoría ha representado cambios para que todo siga lo mismo. Lo que ha salvado a esta patria, no son los grandes cambios propuestos, sino los constantes avances en múltiples frentes que se han venido dando a través de los años que sin ser revolucionarios han modernizado el país y permitido mejorar la calidad de vida de muchos ciudadanos, aunque desafortunadamente no todos los que debería. De hecho, 40% del país se ha quedado por fuera de esos avances.
Acabar con esa dinámica que ha permitido cambios profundos en la sociedad para incorporar aquellos que el sistema ha dejado por fuera no resuelve el problema y la alteración del sistema de salud vigente en Colombia es claro ejemplo de esto. La Ley 100 y demás que regulan el sistema de seguridad social y la salud permitió una cobertura y una calidad del servicio novedosa en el país, pero es cierto que dejó por fuera a muchos sectores rurales y, como es lógico, la solución no es acabar lo que funciona para incorporar o para arreglar lo que no funciona.
Estar en contra de un cambio que destruye lo construido no descalifica a los marchantes, sino que debería llamar a la reflexión del gobierno a lograr sus loables propósitos sin destruir lo que funciona. El clamor en las calles, que por obstinación el gobierno no quiere oír, no es otro que ese llamado a que cese la alteración de lo construido representado en sus instituciones y en grandes avances que benefician a la mayoría de la población colombiana.