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Por estos días Colombia asume nuevamente la discusión de cuánto incrementar el salario mínimo para el siguiente año. Y la encrucijada para la mesa de concertación radica en que este salario es al mismo tiempo muy bajo para que un hogar pueda vivir dignamente con él, y muy alto para lo que logramos aportar los colombianos a la transformación de la economía. Por décadas, un trabajador colombiano a duras penas ha logrado generar una cuarta parte de lo que genera un trabajador estadounidense y poco más del 60% de lo que aporta un trabajador chileno. No es sorpresa, por ello, que Colombia se encuentre sistemáticamente entre los países de América Latina (y de la Ocde) con peor balance de vida/trabajo, y donde se laboran más horas por semana.
Detrás de la baja productividad laboral se encuentra, sobre todo, un gran desajuste de habilidades: una diferencia entre el nivel de cualificación de los trabajadores y las destrezas requeridas por las empresas. Un estudio de Luz Adriana Flórez y Leidy Gómez del Banco de la República muestra que en Colombia el desajuste por subcualificación es de los más severos de América Latina, y más del doble de pronunciado que en los países de la Ocde.
El estudio también muestra que la subcualificación explica parte de la tasa de despidos y la alta rotación de nuestro mercado laboral. ¿Por qué no pensar en una forma diferente de decidir el incremento salarial? Pensemos, por ejemplo, que todos aquellos trabajadores formales que ganen un salario mínimo reciban un incremento garantizado del IPC + 1,24% (productividad). Con esto, y con que la inflación de 2023 sea de 7,1% como proyecta el banco central, los hogares mantendrían su poder de compra y recuperarían con creces lo perdido en 2022.
De ahí, podríamos pensar en que los puntos adicionales de incremento que se definan en la negociación puedan implementarse en la forma de capacitación y formación de habilidades. Así, en caso de que fueran 3 los puntos adicionales, estaríamos hablando de dedicar, potencialmente, $1,2 billones para, con IES acreditadas e instituciones de Educación para el Trabajo y el Desarrollo Humano (Ietdh) privadas (quizás a través de un fondo), invertir en el capital humano de los colombianos. Un arreglo como este sería la oportunidad para que los trabajadores colombianos puedan aspirar a mayores ingresos y a ofrecer así una vida mejor a sus familias.
Según un estudio para la Misión de Empleo de Juan Camilo Chaparro de la Universidad Eafit, y Darío Maldonado de la Los Andes, los trabajadores con algún diploma de educación técnica o vocacional reciben ingresos que son 25% superiores a los de un trabajador bachiller. Esta forma de asignar parte del incremento salarial evitaría además una mayor presión sobre la inflación y sus efectos en el mercado laboral: investigadores del Banco de la República y Eafit muestran en un estudio reciente que incrementar el mínimo 1% por encima de la inflación puede reducir el empleo en igual porcentaje.
Finalmente, esta propuesta generaría un interés por parte de empresas y trabajadores en demandar una mayor pertinencia de la educación técnica y vocacional: según Chaparro y Maldonado (Misión de Empleo), solo 27% y 37% de quienes, respectivamente, completan programas en el Sena y en una Ietdh privada, se ocupan en oficios relacionados con la temática de estos programas. El tiempo apremia. Poner sobre la mesa de concertación nuevas propuestas como esta amplía el margen de acción y nos permite abordar algunos problemas estructurales de nuestro mercado laboral, que es la principal fuente de ingresos y progreso de colombianos.