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El sector minero logró US$17.683 millones en exportaciones el año pasado, el segundo margen más alto de la historia, corroborando su importancia para la economía del país. El oro en particular, se convirtió en un refugio inversionista luego de pandemia, impulsando su demanda, alcanzando un precio histórico (US$2.800 onza de 31 gramos) y consolidándose como cuarto producto de exportación, después del petróleo, el carbón y el café.
Sin embargo, la minería también ha atraído el interés de los grupos criminales, quienes han reproducido las mismas condiciones del narcotráfico, en una renta ilícita menos riesgosa y con mayores beneficios marginales. Al depender de una fuerte territorialidad, los ilegales procuran garantizar el máximo lucro de todas sus fases: explotación, extracción, transporte y comercialización, lo que explica que en casi el 40% de las zonas de extracción de oro de aluvión o superficie, existen cultivos ilícitos, según la Unodc.
En términos económicos, aprovecha los bajos índices de desarrollo en estas comunidades, así como las debilidades en la trazabilidad de una correcta ejecución de las regalías, incrementando riesgos sociales que desalientan la formalización. Los municipios con mayor explotación aurífera superan 58% el índice de pobreza multidimensional. Además, los vacíos jurídicos y de control en la cadena, hacen propicio el contrabando y el lavado de activos, precisamente por la dificultad para identificar el origen del mineral.
Esta situación desincentiva las empresas y la producción, pues se “compite” con el ilegal. El último reporte del Dane refleja en el sector, un decrecimiento de -2,1% en el último trimestre y de -7,1% frente al mismo periodo de 2023. Entre otros factores, se aprecia una falta de liderazgo gubernamental que asuma como una prioridad este fenómeno, máxime en momentos donde se requiere de la minería para impulsar la economía. La ausencia de señales firmes que generen confianza, es el espacio que aprovechan los criminales, para continuar fortaleciendo sus finanzas ilegales.
Frente a este panorama, propongo una iniciativa en cabeza del Gobierno y las empresas, que permita crear un Fusion Center, al mejor estilo de las agencias de cumplimiento de ley norteamericanas. Lo primero es realizar un riguroso ejercicio metodológico para caracterizar el fenómeno en todas sus aristas, pues no existe una radiografía centralizada que permita la toma de decisiones a nivel estratégico. Los esfuerzos siguen siendo dispersos. Debe estar orientada sobre cinco enfoques: productividad, economía criminal, responsabilidad social y formalización en las comunidades, medio ambiente y seguridad.
Lo anterior propiciará concentrar información de valor del sector privado, empresas y autoridades, orientada al diseño de un nuevo marco político y jurídico, que cambie el tradicional enfoque de persecución penal, por uno de regulación económica para todos los actores, con incentivos y castigos, incluyendo quienes no ejecutan el presupuesto o las obras producto de las regalías y una acción operativa permanente que asfixie los grupos ilegales.
Hay que pensar incluso, en condicionar la prerrogativa de explotación que se otorga a quienes inician la formalización minera, al cumplimiento de unas guías para desarrollar prácticas responsables con el medio ambiente, al reporte sistematizado y trazabilidad en todas las fases, con acompañamiento técnico, lo que permitirá por una parte supervisión, y por otra, el encadenamiento productivo, facilitando el control en la comercialización. Una minería organizada y controlada es responsable con el medio ambiente y cierra los espacios de ilegalidad que aprovechan los criminales.
La minería exige una respuesta económica-estratégica, que contribuya a la productividad, la transición energética, a recuperar la seguridad y mejorar la calidad de vida de estas comunidades históricamente marginadas.