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En la sala de la casa del cardenal Darío Castrillón había un crucifijo sin brazos que parecía pedir a gritos una ayuda. Le pregunté: ¿por qué aparece así el Señor? Está mutilado, fue un regalo que me dieron en Alemania. Al verlo pienso que cada uno de nosotros puede ser sus brazos.
Su respuesta, siempre actual, me ha servido para recordarlo en estos días cuando se cumplen cinco años de su muerte en Roma. Su vida estuvo muy unida a la de san Juan Pablo II, Benedicto XVI y el Papa Francisco, a quien acompañó en su viaje apostólico a Colombia en septiembre de 2017.
Castrillón no fue un prelado de medias tintas. Hombre sabio, estudioso, conocedor de la vida de Jesús, la Iglesia y su misión. Un colombiano de una pieza y sin pereza. Sincero y frentero. Fue obispo de Pereira y después de Bucaramanga. En ambas ciudades emprendió obras de misericordia en auxilio a los más pobres y olvidados. En Pereira, mientras todos callaban, el cardenal denunció a los autores de extermino criminal contra los mendigos de la calle.
Como secretario de la Conferencia de Obispos de América Latina, Celam, participó en procesos de paz en el continente, siempre con generosidad y claridad, pensando en las víctimas. Inspirado en valores humanos consideraba que la paz era posible con justicia y reparación para poder llegar al perdón y a la reconciliación. No creía en simples acuerdos de papel.
Sin descuidar su vida espiritual, teniendo la celebración de la misa diaria como centro de todo, el cardenal se enfrentó a quienes como Fidel Castro prohibían la libertad religiosa en Cuba. Así también, en visita a la Casa Blanca pidió a los presidentes Ronald Reagan y George Bush corresponsabilidad en la lucha con las drogas; respeto a la soberanía de los pueblos, reducción de la pobreza y austeridad en gastos bélicos.
Su capacidad de estudio y el dominio de siete idiomas le permitió un diálogo con el mundo académico, político y religioso de todo el mundo. Lideró en el Vaticano la transformación de las comunicaciones y el acceso a fuentes de información y bibliotecas virtuales. Su misión de cuidado y atención a los sacerdotes la cumplió con esmero, cada día dedicaba cinco horas o más a escuchar sacerdotes de los cinco continentes por teléfono o por internet. Era un buen guía espiritual.
Su casa en Roma, muy cerca de la Plaza de San Pedro, a donde con frecuencia iba a rezar el rosario después de cenar, parecía una embajada. Clérigos de todas denominaciones, profesores, políticos, estudiantes y familias de múltiples países lo visitaban. También jefes de grupos guerrilleros que buscaban mediación, militares y hasta García Márquez, que lo definió como el papable de América Latina en remplazo de Juan Pablo II. Pero el destino fue otro y en 2005 el cardenal Joseph Ratzinger, con los votos de los cardenales de América Latina, se convirtió en Benedicto XVI.
Su fortaleza espiritual y física la puso a prueba semanas antes de su muerte. Resistiendo incomodidades y dolores asistió a todas las celebraciones de la Semana Santa de 2018: “Quiero vivir esta Pascua cerca a san Pedro y al Papa Francisco”, me dijo cuando le sugerí ir al hospital. Y me explicó: “Iré después del Domingo de Resurrección”, y así lo cumplió. Sin duda, él quería ser los brazos del Señor en la cruz.
El cardenal Castrillón murió sin mucho ruido, muy acompañado y con la serenidad y alegría del que va camino al encuentro con el Amor de los amores. En su funeral el Papa Francisco destacó la identidad del fiel pastor que como último deseo había pedido reposar en Medellín, en las criptas de la Basílica Metropolitana. Y allí se encuentra, cerca del escritor Tomás Carrasquilla y de tantos grandes de Antioquia, personas de una pieza y sin pereza. Buenos intercesores que nos ayudan desde el Cielo.