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En las historias de futbolistas que han dejado huella en las canchas de la vida, contenidas en el libro “Fútbol con Alma”, comprendí el origen y evolución de este deporte que a veces parece una nueva religión. Una escapatoria a la existencia cotidiana. Un deporte que puede unir voluntades, pero también provocar conflictos y guerras.
Por estas semanas, tanto en Europa como en América, los saludos, comidas y despedidas tienen que ver con las dos copas que se juegan en medio de altas temperaturas, estadios llenos, transmisiones de televisión y millonarias sumas de euros y dólares. Una industria completa.
El fútbol lo puede todo. Visto desde la afición y el entretenimiento ha llegado a ser la “razón y ser” de muchas personas. A veces se convierte en indicador de estados de ánimo que afecta a niños y adultos. Un deporte recreativo y profesional que se constituye en un espacio de encuentro, convivencia y diálogo, como una rendija o abertura que podría ayudar a despolarizar y sembrar confianza ciudadana.
En este sentido, es necesario reconocer que el fútbol es un juego capaz de unir voluntades. Un juego con reglamento y normas de lealtad y cortesía que exige pactos entre caballeros, o dicho en lenguaje actual, entre damas y caballeros. Es un deporte democrático e incluyente. Un punto de encuentro, un campo en el que todos somos iguales y exige sumatoria de diversos talentos.
No es posible jugar bien en las calles del barrio, en el patio de la cárcel, en la cancha de la finca o en el estadio de Wembley sin reglas claras, sin buena voluntad, sin lealtad. Cuando un niño capta esto, porque así se lo enseñan y lo ve en los jugadores mayores y profesionales, se abre la rendija del encuentro y la convivencia. Se parte así de una norma que garantiza el juego limpio, el honor del ganador y del perdedor, el respeto por el contrario y la humildad para reconocer los propios errores y celebrar sin estridencias. En este proceso formativo, a través del deporte, la familia, la escuela y el ambiente del barrio influyen directamente.
El fútbol es un entretenimiento que se disfruta jugando o mirando. En los niños se convierte en guía de vida, medio de disciplina, espacio para descubrir y crecer en virtudes humanas y pactar desde el reconocimiento de unas normas que lo hacen divertido y sorpresivo. El respeto a los árbitros, por ejemplo, evoca la figura de autoridad, indispensable en el juego honesto.
Especial atención merece el espíritu de colaboración que fomenta el fútbol. Bien sea en una cancha de barrio o en los grandes estadios del mundo, el buen jugador reconoce que el fútbol es colectivo. Que un solo jugador poco o nada logra; que los triunfos y derrotas son del equipo. Enseñanzas que a través de partidos, goles y balones, las fundaciones de Medellín, De los 8 Valores, Fraternidad y la del Real Madrid, transmiten a centenares de niños en los barrios de la ciudad.
A veces la pasión del hincha, del aficionado, es otra muestra de devoción, algo que puede ser enfermizo y que se debe regular y también autoregular, pues la razón debe ordenar la pasión. Los estadios y las canchas deben ser espacios de convivencia, jamás de agresión o muerte. Un punto de equilibrio, creo yo, está en el reconocimiento de los errores propios y en los méritos de los otros. No se vale tener un ánimo dependiente y permanente según los resultados del fútbol. No cabe el odio.
La Copa Europa y la de América, ante sala del próximo Mundial de fútbol (Estados Unidos, México, Canadá) se pueden constituir en buenos ejemplos que contribuya a la convivencia ciudadana, al buen entretenimiento con reglas y disciplina, al juego limpio que padres de familia, profesores e instructores de escuelas de fútbol buscan transmitir a los niños y niñas en los barrios. Ahí nacen los espacios de convivencia y los pactos duraderos de trabajo honesto. El fútbol puede ser instrumento de confianza y acuerdos sociales de paz, convivencia y armonía.