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El pasado 4 de julio el Dane publicó el estudio ‘Escala de experiencia de inseguridad alimentaria’. De acuerdo con los resultados, La Guajira es el departamento con mayor prevalencia de inseguridad alimentaria.
Para los hogares en zonas rurales dispersas, 75% de las familias experimentaron situaciones entre moderadas y graves de precariedad en la cantidad o calidad de alimentos, mientras que 25,4% manifestaron circunstancias graves, como dejar de comer al menos un día. En otras palabras, casi todos los habitantes rurales de ese departamento tienen serios problemas para alimentarse.
Estos resultados no sorprenden. Estamos, si se quiere, anestesiados por los reportes mediáticos de muertes por desnutrición infantil. Pero no es que los niños de La Guajira mueran ahora más. Es que antes, los niños se morían por igual en todo el país. Son dos los factores principales que hacen que La Guajira no consiga reducir esos desesperanzadores indicadores, a pesar de la intervención estatal. La condición ambiental es uno, pero por sí solo no logra explicar ese fenómeno. El otro es consecuencial, pero de mayor incidencia: la enorme dispersión entre las poblaciones actuales.
Los estudios arqueológicos de Reichel-Dolmatoff publicados a mediados del siglo pasado y de Gerardo Ardila y Warwik Bray, reseñados por Carl Henrik Langebaek en su libro ‘Antes de Colombia’, señalan que existe evidencia de asentamientos humanos significativamente concentrados en esa región entre los años 800 y 1200. Sin embargo, un periodo seco hace 650 años dio paso a la disminución de la población y finalmente al colapso de esa sociedad.
Lo anterior podría explicar por qué la baja incidencia de la inversión pública para resolver las dificultades de la población rural, casi en su totalidad indígena. En efecto, la Corte Constitucional en Sentencias T-302 de 2017 y T-415 de 2018 reconoció que la actuación del Estado es insuficiente.
La intervención pública se ha contraído, prácticamente a la asistencia humanitaria, que por sí sola no tienen la potencialidad para solucionar los problemas de alimentación, pues el problema no radica en una contracción de la demanda, sino en un altísimo costo de transacción para ofrecer servicios básicos. Garantizar el derecho fundamental al agua en La Guajira, por ejemplo, puede ser tres o cuatro veces más costoso que en otras partes del país. Además de la escasez de ese recurso, la dispersión de la población hace que los costes de operación sean más elevados.
Probablemente la solución a la problemática en La Guajira en tiempos de cambio climático no transite exclusivamente por políticas públicas que reduzcan la pobreza monetaria o multidimensional. También debe pasar por una profunda adaptación cultural.
Es preciso reducir los costos de transacción para la provisión de bienes públicos mediante el reasentamiento y densificación de las poblaciones, pese eventuales pérdidas de prácticas culturales y económicas actuales. Conservarlas, en un país de ingreso medio bajo como Colombia, llevaría a desatender otras comunidades en no menor peligro, o repetir la historia de hace más de 650 años: su desaparición.