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Analistas 02/07/2022

Cuidar las instituciones

Ciro Gómez Ardila
Profesor de Inalde Business School

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¿A qué nos referimos cuando decimos que debemos confiar en nuestras instituciones? Y si debemos confiar en ellas, ¿cómo debemos cuidarlas?

Una persona poco conocida, pero a la cual millones, incluso miles de millones de personas seguramente le debemos la vida es Vasili Arjípov. En medio de la Crisis de los Misiles en tiempos de Kennedy y Nikita Kruschov, durante el bloqueo naval a Cuba, un submarino soviético fue atacado con cargas de profundidad para que saliera a la superficie; el submarino llevaba armas nucleares, pero sus radios se habían dañado y no tenía comunicación. El capitán y el representante político estuvieron de acuerdo en que la guerra había comenzado y debían lanzar un misil nuclear. Sin embargo, se requería la aprobación de una tercera persona para hacerlo, el segundo a bordo y tercero en autoridad, Vasili Arjípov. Arjípov se opuso, el misil no se lanzó y, lo que seguramente hubiera desencadenado una guerra nuclear, se evitó.

Esta historia no se vino a saber sino hasta cuarenta años después, en 2002, y seguramente habrá imprecisión en la narración, pero de las muchas enseñanzas que podemos sacar, una nos sirve muy bien para ejemplarizar el poder de las instituciones. La institución aquí que evitó una guerra nuclear fue la de exigir tres aprobaciones para lanzar un misil nuclear.

Las instituciones son vistas muchas veces como obstáculos para lograr nuestros fines. ¿Cómo no comprender el seguro enfado del capitán del submarino de tener que depender de otras dos personas para tomar la decisión que él sabía que era la adecuada? ¿Acaso no había sido nombrado capitán luego de una brillante carrera, decenas de años de estudio y preparación y miles de pruebas? Era el capitán, ¿sí o no? ¿Qué burócrata habría inventado esa regla de necesitar tres aprobaciones? ¿Cómo se pretendía ganar una guerra si cada decisión había que someterla a votación? ¿No creen ustedes que estas y otras muchas preguntas se pasarían por la cabeza de nuestro capitán, ansioso de cumplir su deber y defender su patria?

Esta sabiduría, la de tener instituciones que nos controlen y moderen, que eviten que nuestra arrogancia nos lleve a tomar conductas imprudentes, ha sido ampliamente aceptada y practicada, y hasta podríamos decir que es característica de lo que llamamos civilización. No era probablemente otra la razón de escribir constituciones que la de limitar el poder del gobierno; es bien sabido que el poder corrompe y no solo a los demás, sino a nosotros también.

Las constituciones eran como las amarras de Ulises. Sin embargo, cada vez más vemos que las nuevas constituciones se parecen más a “aceleradores” que a frenos. Es lógico. Cuando estamos en el poder, queremos poca separación de poderes; Congresos pequeños y mejor una sola Cámara; necesidad de mayorías escasas para aprobar nuevas leyes; bancos centrales dependientes del gobierno, no independientes; cortes constitucionales que no solo frenen sino que legislen. Y queremos todo eso porque estamos nosotros en el poder. Y lo queremos no para hacer el mal sino, al contrario, para hacer el bien porque, finalmente, ¿quiénes, sino nosotros, sabemos qué es lo que conviene?

El problema es que nos olvidamos de que, quizá, un gobierno sin instituciones también puede llegar a manos de quienes piensan distinto de nosotros.

Y de que las buenas instituciones son el fruto de muchos años (siglos) de evolución. Querer cambiarlas para doblegarlas a nuestro acomodo es una falta de humildad letal.

Contrario a lo que parece ser el espíritu de nuestro tiempo, propongo que mantengamos unas instituciones que nos limiten el poder de hacer el bien para evitar el poder de hacer el mal.

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