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Un buen amigo pasó mi columna anterior por ChatGPT para mostrarme todos los usos que podía darle. Sus respuestas (las del “chat”) fueron muy amables e, imagino, precisas. Me sugirió nuevos temas, explicó por qué podían ser importantes y, como si fuera poco, directamente escribió mi próxima columna. ¡Y sin ninguno de mis habituales errores!
Todo esto nos tomó no más de cinco minutos, y la demora fue hacerle las preguntas. A esa velocidad y con esos resultados podría escribir una columna diaria sobre los temas más diversos. Y si cuento con suerte y usted, amable lector, se interesa y pasa directamente sin leer la columna a su ChatGPT y le pide que la resuma, yo me voy a sentir un escritor exitoso y usted un lector acucioso.
¿Llegaremos al punto en que ni yo escribo ni usted lee?
Como toda herramienta, estos “chats” se pueden usar bien o mal. No se trata de debatir aquí las grandes implicaciones sociales posibles de la llamada “inteligencia artificial”. Me pregunto, solamente, cómo impactará esto en las aulas universitarias en las que trabajo. No temo tanto al futuro, digamos, a la adultez de la herramienta, sino a su adolescencia. O mejor, a la adolescencia que genera su uso en el usuario novato.
Si antes de ver una película de misterio, pudiera cargarla en mi “chat” y pedirle que la resumiera y me dijera quién es el asesino solo por el placer de descubrir todo el poder que tengo a mano en mi celular, no sé si estaría aprovechando adecuadamente todo ese potencial.
Imagino yo que en unos años, todos aprenderemos a usar los “chats” de forma apropiada; que los usaremos de la misma forma que usamos, por ejemplo, los carros: sabemos que para llegar lejos o pronto ir en carro es una magnífica idea. Pero eso no nos ha impedido salir a caminar o a trotar. Las bicicletas no se han acabado porque existan las motos, aunque si lo piensa bien, ¿qué sentido tiene levantarse de madrugada para subir en bicicleta una montaña, pudiendo salir más tarde e ir en moto?
Pues igual, pedirle a un “chat” que me diga las ideas principales y los personajes de “Cien años de soledad” seguramente será muy eficiente, me ahorrará tiempo y logrará que obtenga una buena nota en el curso de literatura latinoamericana, pero ¿por qué perder el placer de leer, de entender, de descubrir?
A eso me refiero por adolescencia del uso. Creo que antes de activar el teléfono celular y ponerse a preguntar, valdría la pena primero, pensar. Sin embargo, estudiantes y profesores estamos siendo cada vez más presionados para remplazar nuestro trabajo intelectual por el uso de estas herramientas. El estudiante simula que realiza la tarea y el profesor simula que la evalúa; el uno pregunta lo que le dice el “chat” que debe preguntar y el otro le responde lo que el “chat” aconseja responder.
Las herramientas, de un tractor a un computador, sirven en la medida en que aumentan la productividad y reemplazan las labores mecánicas y tediosas que antes no podía un ser humano dejar de hacer. Pero ¿perdernos la delicia de aprender y de enseñar?
Agradezco su paciencia con mis errores, no pasé esta columna por revisión de ChatGPT para corresponder al esfuerzo que ha puesto usted en leerla; fue escrita a mano. (Aunque ahora que lo pienso mejor, una de las sugerencias que encontró mi amigo era: “Escriba una columna sobre cómo afecta la inteligencia artificial la educación”).