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Cuando todo el mundo parece estar de acuerdo con algo puede resultar conveniente retar ese consenso, bien para confirmar su solidez, bien para encontrar puntos débiles que valga la pena reforzar o revisar.
Sin embargo, resulta arriesgado hacerlo; a nadie le gusta que lo contradigan y menos si está arropado por la mayoría. Por eso no es fácil en un comité o en una junta directiva debatir realmente y llegar a mejores conclusiones. Es más seguro plegarse.
A manera de ejemplo, permítanme retar el acuerdo general de que los impuestos saludables a las bebidas azucaradas son una buena medida. Esta política está respaldada nada más y nada menos que por la OMS que, a su vez, se apoya en múltiples estudios.
La lógica es relativamente sencilla: hay productos cuyo consumo genera enfermedades; subir el costo de esos productos mediante un impuesto disminuirá su consumo; disminuir su consumo llevará a una población más saludable. Este es el real y principal objetivo. Si no lo fuera, no tendría mucho sentido que la OMS fuera la que promoviera este impuesto.
Adicionalmente, los impuestos saludables parecen producir otros efectos y sus promotores los exponen como soporte: aumentan los recursos de los Estados, reducen el gasto en salud y una población más sana es más productiva. Pero cuando se proponen estos impuestos, las razones para apoyarlos son siempre de salud, no fiscales. De hecho, lo que en teoría se pretende es que el monto total recaudado con estos impuestos baje en la medida en que los productos cargados se consuman menos.
O al menos eso es lo que se dice. Pero si en realidad es así, si la mayor recolección de impuestos no es lo que se busca, ¿no se podría proponer que lo recaudado por el impuesto saludable se devolviera al ciudadano en forma de menores impuestos en otros productos, estos sí, benéficos?
Sería mucho más fácilmente aceptable y la tasa impositiva a las bebidas azucaradas podría ser más alta si esto se reflejara en menores impuestos en otros productos, con un doble beneficio para la salud. El que no se haga así hace pensar que para algunos legisladores el verdadero interés es poder aumentar los impuestos con una buena disculpa.
Y hay un punto que rara vez se debate: hasta dónde puede llegar la legislación para cuidar a los ciudadanos. Las bebidas azucaradas pueden ser (o son) dañinas, pero ¿qué más en nuestra dieta lo es? No lo sé. Se hablaba mucho de los huevos, ahora parece que no. La carne roja, las grasas saturadas, la sal. ¿Debe la legislación subir los impuestos a todos los productos que puedan ser dañinos para la salud? ¿Es la labor de los legisladores decirnos qué debemos comer y qué no, así sea indirectamente?
Paremos aquí. ¿Está usted de acuerdo con lo digo o no? ¿Mis argumentos le hacen reflexionar o, al menos, puede decir que vale la pena pensarlo mejor? Si usted es como somos la mayoría es muy posible que esté en una de dos categorías: o piensa como yo y encuentra perfectamente apropiado los dicho o piensa lo contrario y está molesto. Lo cierto es que realmente no entramos a estudiar de manera racional y tranquila lo que leemos o escuchamos, sino que reaccionamos emocionalmente, casi que fisiológicamente: se nos acelera el pulso, se aumenta la respiración, nos preparamos para la lucha. Pero esa no es la forma de aprender, mejorar o tomar buenas decisiones. Deberíamos intentar mantener abierta la mente.
Por si acaso sirviera aclararlo, hace décadas que no tomo bebidas azucaradas.