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En una patria acostumbrada a las divisiones, a los desacuerdos, no resulta extraño que nosotros, sus ciudadanos, nos dediquemos cada tanto a una actividad particular y gratuita: arreglar el país. Reuniones con familiares y amigos, charlas con vecinos y hasta diálogos con desconocidos, resultan ideales para el desarrollo de sugerencias sobre el tema. El qué hacer frente a tal o cual situación, actuando con la ligereza de quien opina sin tener que dar cuenta por sus puntos de vista, se ha convertido en una costumbre nacional.
Una de las conclusiones más repetidas de estos ejercicios tiene que ver con una muy común falta de sintonía entre la ciudadanía y sus mandatarios y legisladores, con los que normalmente solo un bajo porcentaje está conforme, algo que resulta paradójico en una democracia representativa como la nuestra. La afirmación no tiene que ver con algún partido político y más bien sugiere que quien ejerce el poder o legisla, rara vez tendrá la simpatía de las mayorías.
Para examinar de alguna manera esos desacuerdos entre los mandatarios y legisladores y los ciudadanos, se hace necesario entender el concepto de legalidad, identificado como lo establecido por las normas, y el de legitimidad leído, en el sentido amplio y no jurídico de la palabra, como la aceptación popular informada y a consciencia sobre las decisiones de quienes ejercen el poder; en otras palabras, que las decisiones y normas derivadas de los niveles ejecutivo y legislativo sean recibidas y acatadas de la mejor manera por la sociedad sin distingo de convicciones políticas o posiciones sociales.
El análisis de estos conceptos ha sido tarea de pensadores de diversas épocas. Muchos han coincidido en que el orden y la tranquilidad social, sin importar el modelo político, dependen en gran medida de la cercanía entre lo legal y lo legítimo.
¿Cómo aproximar estos conceptos en búsqueda del entendimiento y la armonía en nuestra nación? En algunos países parecen tener muy cercanas estas dos nociones. Y no hablo de modelos ideales, sino de la convicción de gobiernos y pueblos por acercarse a las realidades del otro. Quizás la clave está ahí, en la adecuada lectura de las necesidades de quienes recibirán las decisiones o las normas y, entre estos, en la comprensión sobre el papel de quien ejerce el poder o legisla.
Tolerancia entre ambas partes podría ser la palabra; ceder un poco, ceder incluso más de lo que se había pensado en aras de la tranquilidad y la sana convivencia. Pero, cuidado, no hacerlo poniendo en riesgo valores como la integridad o la dignidad. El secreto puede estar en situarse en el lugar del otro para actuar y decidir a partir del respeto por la realidad y las posibilidades de los demás.