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Me encontraba frente a mi computador investigando sobre qué escribir esta última columna tecnológica del año y mi esposa tuvo la maravillosa idea de enviarme el titular de la columna que escribe quincenalmente para El País de Cali: “Mi marido maratonista”.
Me llenó de orgullo y pasé feliz todo el día, a la espera de leer la columna en la que seguramente Vanessa, así se llama ella, iba a relatar cómo admiraba a su esposo, que había dejado los vicios por una vida saludable de ejercicio y maratones. Es decir, finalmente había un reconocimiento tras tantas horas y días trotando.
“Yeah, whatever”, diría el escritor inglés Nick Hornby. La perversidad de las esposas crece exponencialmente con el paso de los años. La columna no es ninguna adulación, sino la vivencia de una mujer normal y predecible, así se autodescribe ella, que se encontró de la noche a la mañana con un marido que enloqueció con su crisis de los 40 y empezó a correr como un poseso todo los días.
“... cuando a mi esposo le dio por volverse maratonista a los 40, me desconcertó. Un señor guapo, delgado, que jugaba tenis y fútbol de vez en cuando, decidió un día que había encontrado su destino: correr. Y se convenció de ser un “talento especial”, escribió.
“A mitad del año, casi tiro la toalla”, continuó. “Mi vida había cambiado drásticamente. Una bicicleta estática se mudó a vivir en mi biblioteca y ahora hablábamos de maratones alrededor del mundo. Terrible”. Pobrecita Vanessa.
Iba a escribir sobre lo que fue el año en términos de tecnología, sobre los hechos más destacados en este sector en 2019, pero la columna de Vanessa me pudo. Y pensé. Estamos a mediados de diciembre; la gente de lo que menos quisiera leer es de algoritmos y redes sociales. Son los días de la felicidad y la reflexión. Y por qué no, de responderle a la mujer.
Así que aprovecho esta última columna del año para responderle a Vanessa y enarbolar la voz de miles de hombres casados con mujeres que están convencidas de que son normales y predecibles, que nacen, crecen y envejecen siendo siempre las mismas, y que los de los cambios somos nosotros. Resulta, pasa y acontece que nosotros también las padecemos. No sé en su caso, pero el mío es que de la noche a la mañana, hace tres años, pasé de tener una esposa periodista de radio y televisión a una escritora de historias de amor. Después de varios cubrimientos que hizo sobre el conflicto colombiano, decidió que iba a contar la historia de los últimos 50 años del país a través del amor.
Vanessa, que nunca se ha destacado precisamente por ser una mujer romántica y cariñosa, cualidades que realmente admiraba de ella, comenzó a creerse Isabel Allende. Sus conversaciones, que siempre fueron pragmáticas y políticas, empezaron a girar en torno al poder del amor y cómo éste mueve el mundo.
Nuestra casa, ahora solo la de ella, a juzgar por la decoración, comenzó a llenarse rosas; las sábanas, sobrias antes, ahora son de corazones o jardines, y el respaldar de la cama, antes un precioso tablón de madera de puertas japonesas, es hoy un lobísimo tablón tapado con flores de lana, rosas de plástico y corazones que dicen Vanessa y Diego.
Nuestra historia de amor, nos conocimos por Twitter, era un hit. Hoy palidece frente a las historias que ella cuenta del amor, como la de Carlos Pizarro y su ex. Y claro, el loco soy yo. Feliz Navidad.