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El problema de tenencia de la tierra surge desde el momento mismo que pisa el suelo americano la invasión española. La Conquista y la Colonia son capítulos de una historia de nunca acabar de abusos y despojos con diferentes manifestaciones que perduran. Las concesiones realengas y la entrega de grandes territorios, dentro de la concepción española de una sociedad feudal y esclavista ajena a la industrialización, fueron formas de explotación de la tierra basadas en la mita y la aparcería.
La Independencia deja una secuela de alta concentración de la tierra que se acentúa en el Siglo IXX. El país está controlado por una casta terrateniente que domina la política para controlar la economía. La entrega de baldíos y la destrucción de los resguardos indígenas, cuyos propietarios pasaron a ser asalariados o aparceros sin derechos ciudadanos, son formas de consolidación de la tenencia de la tierra con algunos esporádicos intentos de reforma a mediados del Siglo IXX que, junto con la desamortización de manos muertas, no alcanzan a eliminar la desigualdad en el campo colombiano, vigente hasta nuestros días. La Ley 200 del 36 es el gran aporte a la modernidad del campo al establecer la función social de la propiedad y la posibilidad de extinción de dominio que dan un respiro a la concentración. En la década del 60 se intenta una reforma agraria que tuvo efectos marginales, pues los terratenientes abortan el proceso en el marco del Acuerdo de Chicoral (1972).
La concentración de la propiedad rural, una de las más altas del mundo, con un índice de Gini del 0,87, ha sido una constante de nuestra historia. El narcotráfico y el conflicto armado aceleran el despojo centenario y la consolidación de una clase terrateniente aliada del poder político que se ha opuesto secularmente a la reforma agraria y a la actualización catastral. Según el DNP menos de 40% de los predios está actualizado en catastro y más de la mitad de los cuatro millones de predios existentes tienen exiguos avalúos catastrales.
En ese marco, la lucha de los indígenas por la recuperación de la tierra y la ampliación de los resguardos se justifica, para hacer la revisión a fondo de un problema estructural que genera exclusión y pobreza. Para 2014, según el DNP, 44,1% de la población rural es pobre y la brecha con la población urbana se amplió en el periodo 2010 - 2014. El número de hogares rurales que no tiene un centímetro de tierra supera el 60%. El uso de la tierra muestra también la obsolescencia del modelo agrario. Según el Censo Agropecuario, la ganadería ocupa 33,8 millones de hectáreas cuando la tierra apta para esa actividad es de 20 millones. En agricultura, se usan solamente siete de las 22,1 millones de hectáreas con vocación agrícola.
No se entiende la falta de voluntad política de los gobiernos frente al reclamo de la minga indígena. Con esas comunidades hay la posibilidad de concertar un plan integral de desarrollo rural, más allá de una simple reforma agraria. El reto es avanzar en la exploración de un capitalismo económico democrático y equitativo, potenciando su vocación agrícola e implementando un modelo moderno, ecológico y sostenible. La carencia de políticas públicas que generen equidad en el campo son génesis de violencia y conflictividad social. Se equivoca el Gobierno al eludir el diálogo con las comunidades indígenas, afro y campesinas para cicatrizar las heridas de un despojo centenario. El reclamo es justo, es democrático, y no se puede criminalizar.