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No nos debería preocupar la competencia, nos debería ocupar la incompetencia y en especial la generada por la falta de la primera. Por estos días, en que la mayoría de los grupos de interés económico se han dedicado a proponer y, en casos más agudos, a exigir la intervención del Estado para aumentar las barreras de la libre competencia, se hace necesario distinguir las dos subespecies en las que taxonómicamente vienen separados los empresarios y qué mal hacemos en considerarlos una misma cosa o, peor aún, en darles igual importancia.
Por un lado, los empresarios rentistas; por otro, los empresarios competitivos. Los rentistas, mal acostumbrados a exigirle más al comité sectorial de su gremio que a su comité de gerencia de todos los lunes y con la atención más centrada en los legisladores de turno que en los consumidores de siempre. Si se lo permitimos, los rentistas, crearían gustosos un monopolio a fuerza de leyes y no uno a fuerza de ganar todos los días la preferencia en sus mercados, como nos gusta a los competitivos.
Esta distinción es protagónica en nuestra política, en la cual parece que solo los rentistas tienen representatividad, pues a pesar de que en Colombia los consensos entre los partidos resultan muy escasos, en este singular asunto, todas las fuerzas de múltiples colores, parecen coincidir programáticamente en sacrificar al consumidor colombiano en nombre de un nuevo proteccionismo clientelista.
Resulta necesario, aunque decepcionante, recordarles una simple premisa de la competitividad, de la que tanto hablan en sus planes de reactivación y sus propuestas sectoriales: nadie, nunca, en ningún lugar, se ha vuelto competitivo para después salir a competir exitosa y globalmente. Por el contrario, ha sido la competencia misma, justa e intensa, dinámica y diversa, la única fuerza capaz de destilar competitividad. No se es competitivo para después competir, se es competitivo por haber competido.
Matt Ridley en su más reciente libro, “How Innovation Works” plantea una de las más interesantes paradojas de nuestros días: aunque para todos es evidente que la prosperidad es la hija de la innovación, pocos somos conscientes de que eso también significa que es la nieta de la libertad. Precisamente es a través de esta última y de la mentalidad competitiva que la libertad demanda, que se crean los incentivos, los mecanismos, y en últimas, la propagación de la innovación que tanto necesitamos.
Los empresarios competitivos, de cualquier tamaño y en todas las industrias, que asumen el privilegio y la responsabilidad de crear valor en competencia, son la mayor innovación social que hasta ahora la libertad ha producido, quienes constituyen las mayores fábricas de prosperidad de toda sociedad libre.
La forma de evitar esa improductiva tentación rentista, es dando la bienvenida a la competencia, promoviendo y capitalizando la fuerza renovadora de la competencia, justa e intensa. A más competencia, menos incompetencia.
Si queremos mantener prendida la veladora de la innovación para tener vacunas en tiempo récord, acceder a comodidades que mejoren nuestras vidas o negocios regenerativos de la infraestructura natural y construir más empleos de calidad, es imprescindible azuzar la llama de la competencia.