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El Parlamento es la típica institución de la democracia representativa. Debe parecerse a la sociedad civil en relación con la diversidad y el ambiente de paz que debe reinar en esta forma de gobierno. Un Parlamento debe estar integrado por fuerzas políticas que reflejen distintas opciones y programas, su eje debe ser la deliberación y el control político al resto de los poderes públicos.
Un Parlamento no es una fábrica de leyes, menos de las sometidas al poder omnipresente del Ejecutivo presidencialista fortísimo. Nuestro Congreso para que sea fuerte debe elaborar leyes que se sometan al control de constitucionalidad y legitimidad, y no al presidencialismo. Un simple examen a la Carta Política de 1991 enseña que nuestro Parlamento es débil.
Está sometido al poder del presidencialismo en áreas como el gasto que no puede ser alterado o decidido por el Parlamento, sin el visto bueno del presidente. Esta invasión de un poder sobre otro distorsiona la democracia y la voluntad popular es desconocida con suma facilidad. Esta es una realidad.
Los presidentes se eligen con unas propuestas y programas políticos, y en el ejercicio de sus mandatos pasan por alto estos compromisos adquiridos. Incumplen sus promesas amparados en que el mandato no es imperativo en una democracia representativa. No es imperativo, pero obliga porque la legitimidad en la democracia no se reduce a la legalidad, se funda en el reconocimiento y la aceptación de la ciudadanía. La soberanía reside única y exclusivamente en la nación y de ella nacen los poderes públicos que se ejercen conforme a las reglas establecidas por el soberano. ¿Quién es el soberano? No lo son ni el presidente de la república ni el Parlamento ni las autoridades. Todas las autoridades no son cosas distintas que servidores públicos de la ciudadanía y deben someterse a sus mandatos.
Si no se cumplen los compromisos está la calle, escenario legítimo de la protesta ciudadana. La democracia representativa no se reduce a que en unas elecciones se escojan unas autoridades para que gobiernen bajo un programa y luego no lo cumpla.
El poder político en una democracia reside en el ciudadano. Él es el constituyente, el soberano. ¿Hay límites al soberano?. Sí, la paz, los derechos humanos y el respeto a los valores democráticos. Su poder político no es ilimitado, pero no tiene límites distintos a los mencionados. El ciudadano tiene siempre la atribución de revisar las instituciones y proponer una Asamblea Nacional Constituyente que prepare una carta constitucional que sea sometida a la votación libre, universal y secreta de la ciudadanía, que recordemos es el poder soberano.
En nuestra Nación, en extremo centralizada, ya es hora que el ciudadano apruebe su constitución política. Estamos ante una deuda histórica y una cita a cumplir.
El malestar de la vida pública, reflejado democráticamente en paros y marchas, indican que llegó el momento de convocar una Asamblea Nacional Constituyente. “Las constituciones se hacen en momentos en que estamos sobrios para que valgan cuando estamos ebrios y son puntos de discontinuidad en la historia constitucional y como tal punto de partida”, nos enseña Gustavo Zagrebelsky en “La virtud de la duda”.
La descentralización política del Estado pide la palabra y la Constituyente es la vía.