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A comienzos del 2020, Flavia Santoro, presidenta de ProColombia, afirmaba “que el nuevo petróleo del país” sería el turismo y en ese año se continuaría con “la promoción de un turismo sostenible y de alta calidad”. Coincidía con ella el entonces ministro de Comercio, José Manuel Restrepo, respecto de la necesidad de “fortalecer los procesos de gestión e innovación en el desarrollo del turismo sostenible” que mejoren la competitividad. Cuando las autoridades colombianas empezaban a entender que el potencial en este sector se encontraba en garantizar una oferta sostenible y de valor agregado, el covid-19 conspiró contra el propósito y ahora estamos reactivándolo, incluso a costa de depredar los recursos naturales.
Si bien todos los territorios pueden orientar su oferta a un turismo sostenible, no todos tienen el mismo potencial para que sea de alta calidad, esto dependerá -entre otros factores- de la inversión, la infraestructura y la conectividad. Uruguay, un país con un territorio y una población menor que Colombia, genera una participación de 8,2% de su PIB, donde una ciudad, Punta del Este, contribuye en esa participación con 3,3% del mismo. En Colombia, el aporte del turismo está entre 3,5% y 3,8%.
De ahí la necesidad de comprender que el secreto de la ciudad balnearia más exclusiva de América Latina no radica en su belleza natural, playas de arenas blancas, aguas azules, islas, lagunas y sierras, sino en la calidad del servicio que brinda a sus turistas. Ese parecía ser el centro del planteamiento de Santoro y Restrepo que, más allá de las dificultades del covid y de la retórica del anuncio, no se podrá limitar a incentivar la inversión en infraestructura y conectividad que favorezca los servicios de alto valor agregado, mientras no cambie la concepción de lo público en Colombia.
En Cartagena, con tantos o más atractivos naturales que Punta del Este, y sin depender de un turismo estacional, no se garantiza la igualdad de acceso a los bienes públicos y esa es su condena para no brindar una oferta de servicios de alta calidad. Sus calles, sus plazas y sus playas hace mucho no son públicas, están tomadas por hordas de ambulantes que las usufructúan como si fueran bienes privados. No hay un lugar de Cartagena que no esté invadido por ambulantes que presionan a los turistas.
En el caso de las playas, no solo son las de las Islas del Rosario, en las que sus ocupantes siguen detentando la ocupación y con cédulas reales pretenden que se les reconozca como legítimos dueños. Para asolearse o bañarse en Bocagrande, Castillo Grande, La Boquilla y Marbella hay que vencer los obstáculos que imponen vendedores, masajistas y dueños de toldillos, que dificultan el acceso y prácticamente hay que pagarles la servidumbre. En el mar la cosa no mejora, pues nadar es un reto a la seguridad personal. Lo haces a tu riesgo entre las motos de agua, las lanchas y tablas de surf con paracaídas que se ofertan a centímetros de los bañistas.
Elinor Ostrom en ‘El gobierno de los bienes comunes’ mostraba cómo gestionar y disponer colectivamente estos bienes, donde los límites, reglas de uso y disfrute deben estar definidos sobre la base de acuerdos colectivos que permitan participar a los usuarios en los procesos de decisión. Por ahí empieza cualquier posibilidad de una oferta de servicios turísticos con valor agregado.