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Donald Trump, presidente de EE.UU., en una conferencia conjunta con el primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu, cerró el primer mes de este año con el anuncio del denominado “Acuerdo” del siglo, como una solución definitiva al conflicto de Medio Oriente, afirmando, con la grandilocuencia que lo caracteriza, que América toma “un gran paso” hacia la paz.
Sin embargo, no se trata de un “Acuerdo”. Trump antes del anuncio solo se reunió en Washington con Netanyahu y su principal rival político Benny Gantz, quienes por las ventajas de la propuesta no dudaron en avalarla. Con Mahmoud Abbas, líder de la contraparte, solo se comunicó para compartir el proyecto mientras advertía “que esta podría ser la última oportunidad para los palestinos”.
No solo no se trata de un Acuerdo, sino que la solución que denomina “realista” y quiere imponer el inquilino de la Casa Blanca, implica limitaciones de soberanía para el “Estado” palestino. Se trataría de un “Estado desmilitarizado” donde Israel mantendría la seguridad sobre el territorio, incorporaría a este 30% de Cisjordania y le daría acceso al ejército sobre los asentamientos, calificados como “enclaves”.
Dentro de Cisjordania, Israel conservará la soberanía sobre el valle de Jordania, área que su Parlamento anexó el pasado domingo y Jerusalén permanecerá como la “capital indivisible” de Israel. En reciprocidad -no negociada- Palestina contaría con una capital propia en la que EE.UU. “orgullosamente” abriría una embajada. Capital que incluiría el Jerusalén del este que está fuera de la zona de seguridad establecida por Israel y sería denominada Al-Quds. En las áreas religiosas se preservaría el statu quo para que los palestinos mantengan acceso al Noble Santuario y la mezquita de Al Aqsa.
Si bien el Estado de Palestina incluirá la zona de la Franja de Gaza, no obstante, por seguridad, no contaría con un puerto propio, por lo que el comercio marítimo se garantizaría a través de los puertos israelíes de Haifa y Ashdod previa “negociación” de un acuerdo de libre comercio.
Trump confía en las dos zanahorias de su plan, la primera, denominada como una “visión económica detallada de lo que sería el futuro de los palestinos si hubiera paz”, esto es, una inversión que alcanzaría a Jordania y Egipto de US$50.000 millones de la comunidad internacional durante 10 años y se estima que “el Producto Interno Bruto, podría duplicarse en 10 años, crear un millón de puestos de trabajo, reduciría la tasa de desempleo por debajo de 10% y reduciría la pobreza en 50%”.
La segunda, referida a los refugiados palestinos, brinda tres posibilidades: ser absorbidos por el nuevo Estado, su integración en los países en que están refugiados y la aceptación de 5.000 refugiados por año durante 10 años por parte de los países de la Organización para la Cooperación Islámica, estas dos últimas dependen del consentimiento de los Estados involucrados. Esta zanahoria está incompleta porque excluye de plano la posibilidad de que los refugiados regresen a Israel.
Nada de lo propuesto es conforme al derecho internacional y a las resoluciones pertinentes del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, en particular la 2334 que se refiere a la situación de los asentamientos israelíes en los territorios palestinos ocupados desde 1967, incluido Jerusalén Este.