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Analistas 29/08/2024

Equilibrio urgente y necesario

Eric Tremolada
Dr. En Derecho Internacional y relaciones Int.

El mes de agosto y la ciudad de Ginebra han sido importantes en la evolución de las obligaciones internacionales que regulan la protección de las personas que no participan o han dejado de hacerlo en las hostilidades, como los civiles, los heridos, los náufragos y los prisioneros de guerra. De ahí que se hable de un Derecho de Ginebra -fruto de las convenciones firmadas en esa ciudad- con el objetivo de garantizar un trato humano a estas personas y limitar los sufrimientos durante los conflictos armados.

Hace 160 años, el 22 de agosto de 1864, se celebró el primer tratado de estos que se centró en mejorar la suerte de los militares heridos en campaña, y hace 75 años, un 12 de agosto, se celebraron cuatro convenios: El que mejora la protección de los heridos y enfermos de las fuerzas armadas en campaña; el que hace lo propio, incluidos náufragos en las fuerzas armadas del mar; el que regula el tratamiento de los prisioneros de guerra, y el que en los tiempos que corren parece que todos olvidan, el de protección de personas civiles en tiempos de guerra.

La importancia de recordar los aniversarios de este derecho internacional de carácter humanitario, es el evitar que siga siendo ignorado, menospreciado y socavado por todo tipo de fuerzas, que tras sus objetivos y estrategias, no ven la necesidad de respetar las reglas de la guerra. No obstante, la aplicación del derecho internacional es una tarea sumamemente compleja que involucra a los Estados, a las organizaciones y tribunales internacionales, y a las comisiones y comités internacionales.

Tarea que no es efectiva mientras los Estados -como actores protagónicos del sistema internacional- no asuman su deber de cumplir las obligaciones internacionales que han consentido y garanticen que su legislación nacional esté en consonancia con estas. Poco sirve que las organizaciones internacionales, los tribunales y los comités promuevan el respeto, la aplicación y adopten decisiones en ese sentido, si los Estados priorizan sus intereses y propósitos frente a la obligación internacional que, por cierto, no siempre encuentra reflejo en el ordenamiento interno.

Además, no podemos perder de vista que la debilidad, y poca eficacia de los mecanismos de aplicación del derecho internacional, es fruto de la desconfianza y resistencia de los Estados que los crearon, en muchos casos sin posibilidad de sanciones o sin consecuencias significativas. Como se lo explicó Albert Einstein a Sigmund Freud en su famoso intercambio epistolar de 1932, que recordamos en esta columna en dos ocasiones en junio pasado, seguimos muy lejos de conferir autoridad real e indiscutible a una organización supraestatal que garantice el sometimiento absoluto al derecho, toda vez que los Estados se resisten al “abandono incondicional de una parte de su libertad de acción o, dicho de otro modo, de su soberanía”. Entendía que esto obedecía a la apetencia de poder que se opone a cualquier limitación de la soberanía, debido a que ese “apetito” se nutre de aspiraciones puramente materiales y económicas.

De ahí que, sin avances significativos en materia de supraestatalidad, solo nos queda como esperanza de mejora de los mecanismos de aplicación y cumplimiento del derecho internacional, que los Estados alcancen un equilibrio entre sus intereses y las obligaciones internacionales.

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