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El pasado 31 de octubre dijimos que Evo Morales, como si fuera un representante del establishment, se aferraba a un discurso sobre el crecimiento y los buenos datos económicos. Toda una contradicción para quien desde el 2006 supo hacer su juego político mostrándose como una alternativa real al mismo. Su apego al poder dilapidó la posibilidad de ser el presidente más exitoso de la historia de su país.
En 13 años de gobierno, el mejoramiento de los indicadores de Bolivia son superlativos, el PIB pasó de US$11.000 a más de US$40.000 millones, la pobreza se redujo del 59,9% al 34,6% y la pobreza extrema bajó del 38 al 15%. El salario mínimo aumentó de US$60 a US$310, y descendieron el desempleo del 8,1% al 4,2% y el analfabetismo del 15% al 3%. La expectativa de vida pasó de 65 a 70 años, y la estructura vertical y excluyente, se tornó más horizontal e inclusiva.
Sin embargo, le faltó talante democrático y malgastó su legitimidad, tanto con la derrota en la consulta sobre la reelección, como con el reciente resultado electoral que ganó, pero forzó la diferencia con el candidato que le seguía para evitar una segunda vuelta.
Así, un fraude absurdo e innecesario lo obligó a salir por la puerta de atrás que afecta, principalmente, a su formación política, que iba ganado las elecciones, y que en estos momentos empieza a mostrar grandeza, apostando por la institucionalidad con nuevas elecciones para seguir defendiendo el mejor reparto de la riqueza, la disminución de la pobreza y la incorporación a la vida social y política de una inmensa población marginada. Este es el reto del Movimiento al Socialismo, MAS, si quiere consolidarse como un partido político y no como un movimiento caudillista.
Apuesta democrática que no solo es del MAS sino de las formaciones políticas bolivianas y, en particular, del gobierno de transición, que aún no define un horizonte electoral pese a que la Constitución le da tres meses para hacerlo. En tanto, la presidenta interina Jeanine Áñez, está más preocupada por advertirle a Morales sobre las cuentas pendientes que tiene con la justicia, enfatizando que si vuelve al país tendrá que responder por ellas.
Por su parte, insistir en Colombia que las protestas que se suceden en distintos países de América Latina obedecen a un efecto contagio que solo busca desestabilizar democracias “bien asentadas” y responder exclusivamente con control policial, es instrumentalizar la acción de unos vándalos que nos afectan a todos, sin resolver la pérdida de contacto real de los políticos con sus bases.
Como antes dijimos, las poblaciones menos privilegiadas, más allá de los indicadores, aspiran a progresar y mejorar sus condiciones en un sistema que les brinde las mismas oportunidades. No se movilizan contra la burguesía o el imperialismo, sino contra una clase política que no los representa. Los políticos deben recordar que la paz social exige un pacto que reconozca la intangibilidad de los fundamentos de la producción capitalista, pero con un Estado que promueva la redistribución de las rentas en favor de salarios y políticas fiscales coherentes con estos. Mientras no se atienda las relaciones sociales de poder, corrigiendo desigualdades y garantizando que los débiles cuenten con la libertad y protección equivalentes a las de los socialmente favorecidos, las inconformidades seguirán.