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El fallecido pionero de la psicología política Alexander L. George, desarrolló la teoría de la diplomacia coercitiva. La entendía como un subconjunto de la coerción que incluye acciones “compelentes” para forzar a detener o revertir acciones ya tomadas. Es decir, se trataba de una estrategia “de defensa” para persuadir a un adversario a apartarse de su objetivo, modificar una acción ya tomada o incluso hacer “cambios fundamentales en su gobierno”.
Thomas Schelling, desde la teoría general de la coerción, explica cómo las amenazas y la demostración de capacidad pueden influir en la toma de decisiones del adversario, distingue entre disuasión (amenaza pasiva) y acciones competentes (obligar a un adversario a actuar).
Por su parte, Daniel Byman y Matthew Waxman, describen la diplomacia coercitiva como un medio para lograr que un adversario actúe de cierta manera sin fuerza bruta, manteniendo la capacidad de violencia organizada, pero eligiendo no usarla. No obstante, no descartan el uso limitado de fuerza real, lo que implica un espectro de acciones más amplio que la definición estrictamente “defensiva” de George.
En resumen, todos comparten la idea central de la diplomacia coercitiva como herramienta de la política exterior que permite influir en el comportamiento de un adversario a través de la coerción sin una guerra total.
La crisis de los misiles en Cuba de 1962, poco conocida por las generaciones actuales, fue un claro caso de éxito de la diplomacia coercitiva y la Guerra del Golfo, en 1990, un auténtico fracaso. Tal como lo viene siendo en nuestros días la guerra en Ucrania, donde los países que lo incentivaron a resistir no han podido obligar a que Rusia cese su agresión.
Las acciones de la diplomacia coercitiva, si bien son una alternativa a la guerra, muchas veces rozan los límites de la ética, la moralidad y el derecho. Por ejemplo, las sanciones económicas unilaterales riñen con el principio de no intervención y su impacto en la población civil a menudo puede tener graves consecuencias humanitarias.
Próximos a completar los primeros 90 días de Trump, nos preguntamos si han sido el vivo ejemplo de la evolución del concepto de diplomacia coercitiva, con acciones competentes -no de carácter defensivo, sino agresivas- donde se revalúa la tesis del “garrote” y la “zanahoria”, toda vez que no se equilibran las amenazas con los incentivos.
Pese a este tratamiento irrespetuoso, indigno y generalizado, prácticamente todos los Estados afectados se resienten sin hacer resistencia con la esperanza de negociar así sea en clara desventaja.
Solo China parece que leyó a Joseph Nye -el más escéptico de la diplomacia coercitiva- entendiendo que la credibilidad es la clave del éxito de esta diplomacia. Una amenaza no creíble es ineficaz y puede dañar la reputación del Estado que realiza la coerción. La ineficacia de la amenaza estadounidense dependerá de la resistencia colectiva, afectando su reputación.
No estamos simplemente frente a una guerra comercial, es principalmente un juego político, donde una potencia hegemónica en decadencia quiere recuperar un rol protagónico que ya no tiene y que se resiste a compartir. Las potencias alternativas y la comunidad de Estados en general ¿van a perder esta oportunidad?