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No ha sido ni será fácil resolver controversias territoriales en la comunidad internacional, pues en esta materia se recapacita muy poco sobre los fundamentos jurídicos -y contrariamente- se exacerba mucho el patrioterismo. De ahí que la conducta de los gobiernos y los particulares no guarda correspondencia lógica con los principios que profesan.
A raíz del Decreto venezolano 1787 del 26 de mayo de 2015 que crea y activa Zonas Operativas de Defensa Integral Marítima e Insular, nos asedia de nuevo el chovinismo exaltado que muchos profesaron en el asunto con Nicaragua y que ahora lo retoman como fundamento del desconocimiento de nuestros derechos marítimos por parte de Venezuela.
Todos tenemos derecho a discurrir sobre las razones, probabilidades o conjeturas referentes a la verdad o certeza de algo, sin embargo, la opinión en una controversia territorial debe fundarse en el derecho internacional, con objetividad y de manera consecuente con lo que respetamos de este ordenamiento. Desde la expedición del mencionado decreto venezolano, no han dejado de producirse entrevistas, opiniones y escritos en los que -en la mayoría de los casos- ha reinado poca objetividad e inconsecuencia frente al derecho internacional.
Por un lado, se califica de tardía la protesta de nuestra Cancillería (20 días después de la expedición del Decreto) y que la respuesta venezolana es irrespetuosa por darse vía comunicado de prensa y no de manera oficial. Es decir, nuestros 20 días de silencio mostrarían -para unos entendidos- aquiescencia de Colombia a la pretensión venezolana de desconocer nuestros derechos y, por el contrario, la ausencia de una respuesta oficial de Venezuela no configura aquiescencia frente a nuestra protesta.
Por otro lado, las no objetividades también se dan en lo relativo a la jurisdicción marítima que se plantea en el decreto, y que Venezuela ejerce de tiempo atrás. Desde el incidente de nuestra corbeta Caldas que navegó al sur de Castilletes hace 28 años, ninguna embarcación colombiana volvió por esas aguas, lo que podría configurar una anuencia de la tesis de la costa seca de la Guajira colombiana que esgrimió Venezuela, no solo por ausencia de efectividades, sino porque desde ese entonces han pasado ocho gobiernos sin pronunciarse.
Además, los opinantes mencionan a medias, o no mencionan, que el citado Decreto 1787 de 2015, modifica -a nuestro favor- la tesis de nuestra costa seca a partir de Punta Gallinas, toda vez que proyecta la línea de la frontera desde Castilletes al este y luego la dobla hacia el norte.
No obstante lo anterior, no deja de sorprendernos la inconsecuencia de estos entendidos, que en su momento celebraron el Decreto colombiano 1946 del 9 de septiembre de 2013, que estableció una zona contigua de los territorios insulares de Colombia en el mar Caribe occidental de una distancia de 24 millas, permitiendo solapar las aguas de Quitasueño y Serrana que revaluarían los enclaves de 12 millas de mar territorial que declaró la Corte Internacional de Justicia el 19 de noviembre de 2102 en nuestra disputa con Nicaragua.
Desde la primera columna hemos insistido que en el ordenamiento internacional, en todo lo que no haya un consenso jurídico, los estados actuarán de acuerdo con su músculo político y económico, a veces para mejorar sus pretensiones y, por qué no, su gobernabilidad. Pero el límite para objetivar las relaciones internacionales es el derecho internacional, y que los que apostamos a este debemos opinar con objetividad y consecuencia.