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El Reino Unido (RU) “liderado” por Boris Johnson no deja de sorprendernos. Uno de los soberanismos anacrónicos que justificó el Brexit era recuperar el control de sus fronteras, sin embargo, en 2021, cruzaron en botes 28.526 personas el Canal que separa el noroeste de Francia de la isla de Gran Bretaña, esto significó 350% más de lo que había sucedido en 2020 (8.404) y en lo que va de año, según datos de la BBC, más de 10.000 personas lo han cruzado.
El inquilino del número 10 de Downing Street, quiere poner en práctica una estrategia que, según él, desanimará a otros migrantes a tomar la peligrosa ruta marítima. Para reducir el número de migrantes que desde Francia llegan al país en pequeñas embarcaciones, el RU enviaría refugiados a otro país para que se procese su solicitud de asilo. El primer vuelo, con destino a Ruanda, programado para la noche del martes 14 de junio, fue oportunamente detenido por la intervención del Tribunal Europeo de Derechos Humanos.
Esta “política”, orientada al control de la migración clandestina, que en palabras del director ejecutivo del Refugee Council, Enver Solomon, no aborda las razones por las que las personas desesperadas viajan a RU, carece de compasión y empatía contra los que escapan de las guerras, los conflictos, el hambre y la persecución política. Con una hábil forma de eludir las responsabilidades traslada -sin ninguna garantía- a los refugiados y solicitantes de asilo a terceros países donde difícilmente se observará la obligación de protegerlos frente graves amenazas a la vida o la libertad (Convención de las Naciones Unidas sobre los Refugiados).
Johnson, sin precisar los detalles, señaló que el programa de prueba se limitaría, en su mayoría, a hombres solteros que las autoridades británicas consideran que son inadmisibles, donde Ruanda asumiría la responsabilidad de las personas que realicen el viaje desde Londres (más de 6.500 km), las sometería a un proceso de asilo y, si al final de ese proceso la solicitud prospera, tendrán alojamiento a largo plazo.
Por su parte, el gobierno de Ruanda, que recibió US$150 millones, indicó que los migrantes tendrán “derecho a la protección total bajo la ley de ese país, igualdad de acceso al empleo e inscripción en los servicios de atención médica y social”. Si bien en Ruanda un 90% de la población tiene cobertura de salud, los datos de desempleo, no son favorables, para 2018 presentaba una tasa de 15,9% (Expansión).
Y lo más grave, el propio RU, hasta el año pasado, venía denunciando en Naciones Unidas su preocupación por las “continuas restricciones a los derechos civiles y políticos y la libertad de prensa” en Ruanda, pidiendo investigaciones independientes sobre “acusaciones de ejecuciones extrajudiciales, muertes bajo custodia, desapariciones forzadas y tortura”. Por cierto, el Convenio Europeo de Derechos Humanos, del que el RU aún hace parte, establece que nadie será sometido a torturas ni a penas o tratos inhumanos o degradantes.
Grupos humanitarios británicos califican el plan de cruel, y los partidos de oposición lo ven “impracticable, poco ético, exorbitante e ineficaz”. Así, no solo cabe preguntar si la política es la adecuada, acaso ¿Ruanda es el lugar para confiar la protección de los derechos humanos de los solicitantes de asilo que esperaban que RU los protegiera?