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Comenzamos 2017 opinando sobre la reacción prudente de la comunidad internacional a los tuits e incontinencia del -recién posesionado- presidente de los EE.UU. Donald Trump, y lo cerramos ocupándonos de su soledad en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas.
La impetuosa Nikki Haley, embajadora estadounidense ante las Naciones Unidas, con una inusual moderación intentaba apaciguar la reacción y el rechazo de los demás miembros del Consejo de Seguridad al incendiario reconocimiento de Jerusalén como capital de Israel y el traslado de la sede diplomática a esa ciudad.
En un hecho histórico, sin que ni siquiera Rusia -que de manera condicionada había hecho lo propio en abril pasado- saliera en defensa de Washington. Los miembros del Consejo expresaron preocupación y alerta por una decisión que, entienden, viola resoluciones de las Naciones Unidas. En palabras del representante de la ONU para el proceso de paz entre israelíes y palestinos, Nicolái Mladenov, “cualquier decisión unilateral menoscaba los esfuerzos para la paz. Y tengo que decirlo, estoy preocupado por el riesgo de una escalada violenta”.
De ahí que Haley, al igual que el Presidente, quisieran -con cierta ingenuidad- disminuir el impacto de la decisión, sosteniendo que ella no afecta el estatuto final de Jerusalén ni las negociaciones de paz. Sin embargo, una vez más Trump, en su acostumbrada forma inconsulta, da la espalda a la comunidad internacional para cumplir una promesa de campaña.
En un galimatías de explicaciones, Trump justificaba su decisión en el Jerusalem Embassy Relocation Act de 1995 y que “estamos aceptando lo obvio. Israel es una nación soberana y Jerusalén es la sede de su Gobierno, Parlamento y Tribunal Supremo”; mientras que Haley hacía lo propio, insistiendo que “no es un revés para el proceso”, pues mantienen su compromiso de apoyarlo “tener la embajada donde está la capital es solo una decisión de sentido común. Estados Unidos fue el primero en reconocer a Israel y ahora es el primero en aceptar su capital”.
La obvia decisión, y el sentido común americano, olvidan -de plano- varias resoluciones de la ONU y al menos dos guerras. El Plan de Partición de 1947, que dio origen a Israel y que preveía también un Estado árabe, donde Jerusalén quedaba como un corpus separatum, es decir, ciudad que no pertenecería a ninguno de los dos Estados. No obstante, cuando Transjordania (hoy Jordania), Egipto, Siria, Irak y el Líbano invadieron el Estado judío -aunque Israel resultó victorioso-, Transjordania se hizo con el control de lo que hoy conocemos como Jerusalén Oriental y Cisjordania.
Por su parte, Jerusalén occidental, bajo control judío, es nombrada capital del nuevo Estado y allí se van instalando todas las instituciones del Estado israelí. Sin embargo, el resultado definitivo de lo que hoy es Jerusalén se debió a la guerra de los Seis Días, en la que Israel lanzó un ataque preventivo ante la inminencia de una nueva agresión árabe y conquistó Jerusalén oriental y Cisjordania, además de la Franja de Gaza, los Altos del Golán y la península del Sinaí.
Pero como señala Francisco G. Basterra, no nos equivoquemos, no se trata de un acto más de inconsecuencia de Trump, él tiene un plan nacionalista que explica su política exterior aislacionista, mientras la comunidad internacional empieza a comprender que no solo puede reaccionar con prudencia.