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Un adolescente acusado de asesinato cuya vida está moldeada por el caos digital. La miniserie Adolescence no es solo ficción; es un reflejo incómodo de la sociedad hiperconectada en la que crecen nuestros jóvenes. Influenciados por TikTok y obsesionados con ser tendencia en Instagram, los adolescentes viven entre algoritmos, retos virales y una sobreexposición brutal que los convierte en el blanco perfecto para la manipulación digital.
Mientras tanto, en Colombia, el Congreso busca respuestas a estos riesgos con el Proyecto de Ley 261 de 2024, que pretende restringir el acceso a redes sociales para menores de 14 años sin autorización parental. La propuesta pretende proteger a los niños del ciberacoso, la explotación digital y la exposición a contenido violento. En teoría, la iniciativa parece sensata, pero ¿prohibir redes realmente resuelve estos problemas o solo genera una falsa sensación de control?
El debate sobre el acceso de los menores a redes sociales no puede darse sin abordar una realidad incomoda: muchos padres han delegado la crianza a las pantallas. No es un juicio moral, es un hecho. Unicef estima que 75% de los niños entre 9 y 17 años navega por internet sin supervisión efectiva. En Colombia, un informe del Icbf advierte que 22% de los adolescentes ha sido víctima de ciberacoso.
Sí la regulación es necesaria, la educación digital lo es aún más. Prohibir redes sin estrategias de alfabetización digital y supervisión parental es un esfuerzo insuficiente. La evidencia sugiere que cuando los adolescentes no encuentran acompañamiento adecuado, buscan maneras de burlar las restricciones. En España, donde la edad mínima para usar redes sociales se elevó a 16 años, 45% de los menores de 14 años ya tiene perfiles en plataformas digitales. En Colombia, 87% de los niños entre 10 y 14 años posee un smartphone. Es decir, la prohibición legal no impide el acceso, solo lo traslada a la clandestinidad digital. Hecha la ley, hecha la trampa.
España apostó por una regulación más estricta, pero los resultados han sido ambiguos. Aunque el propósito era proteger a los menores, en la práctica, la medida ha empujado a los adolescentes hacia plataformas menos reguladas y al uso de cuentas falsas, lo que dificulta aún más su protección.
La pregunta entonces no es si se debe restringir el acceso, sino cómo hacerlo sin generar efectos contraproducentes. En lugar de simplemente prohibir, es necesario garantizar mecanismos de educación digital y supervisión parental real, que enseñen a los menores a moverse en estos entornos con criterio y seguridad.
Si el contenido que consumen los adolescentes es violento, misógino o riesgoso, el problema no son únicamente las plataformas. Las redes sociales amplifican lo que ya existe en la sociedad. No crean la violencia, pero la exponen con inmediatez.
No se trata de defender el modelo de negocio de las plataformas digitales ni de desconocer su impacto en la salud mental de los jóvenes. Se trata de reconocer que la regulación por sí sola no resuelve el problema. Si el objetivo es proteger, hay que abordar los factores estructurales que llevan a los menores a consumir y reproducir contenido problemático.
Regular el acceso de los menores a redes sociales es un debate necesario, pero una prohibición sin estrategias complementarias es insuficiente. Una política efectiva debe incluir educación digital integral, participación de las familias y mecanismos de supervisión que no solo restrinjan, sino que enseñen.
Las redes sociales seguirán aquí. Los riesgos digitales también. Diariamente surgirán retos virales, discursos peligrosos y nuevas formas de manipulación. No hay filtro, restricción o legislación que detenga la evolución de la tecnología.
La pregunta no es si los niños deben o no estar en redes sociales. La pregunta es quién los está educando para enfrentarlas. Y si la respuesta es “nadie”, entonces el problema nunca fueron las redes.