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*En coautoría con Sergio Severiche Velásquez
En los últimos meses ha sido parte del debate público la propuesta del presidente Gustavo Petro de convocar lo que él ha denominado como un “proceso constituyente”. Al respecto, los pronunciamientos del presidente son ambiguos, lo que ha generado dudas sobre el alcance de su propuesta, su conveniencia y viabilidad. El Presidente ha afirmado que su “propuesta de acuerdo nacional sobre los problemas fundamentales no resueltos (…) se puede construir dentro de las formas escritas de la actual Constitución”. Sin embargo, de otra parte, también ha dicho que “el poder constituyente no se convoca, [ya que] es el pueblo el que se convoca a él mismo”. Ha invitado a sus críticos a que “miren menos la forma y más el contenido”, porque “sin contenido no hay formas”. Y ha subrayado que “el poder constituyente ya arrancó” y que ese proceso, “que no es necesariamente una constituyente, es para llevar a canon constitucional el acuerdo nacional que no se contempló en 1991”. Incluso ha llegado a sugerir que el país ya está en “modo constituyente”, es decir, “en modo de un pueblo que decide”. Desde que puso el debate sobre la mesa, ha hablado de asamblea nacional constituyente, referendos, cabildos abiertos, asambleas populares y, en general, de convocar al poder constituyente primario para “darle capacidad de decisión al pueblo”.
Entonces, ¿el Presidente impulsará su propuesta de reformar la Constitución de 1991 por medio de los mecanismos por ella previstos? o, por el contrario, ¿apelará a un proceso extra-constitucional (es decir, sin justificación expresa en la Constitución) para intentar que Colombia adopte una nueva constitución? ¿Puede el Presidente convocar a una asamblea constituyente con fundamento en el Acuerdo de Paz? Estas preguntas surgen en un contexto en el que el gobierno ha empleado las ambigüedades del término “poder constituyente” para concentrar el debate público sobre un tema que se destaca por su falta de claridad. Con el propósito de aportar a una deliberación publica informada, en las siguientes líneas subrayamos tres puntos que sirven para dar precisión a los argumentos en juego.
1) El principal mandato del Presidente es cumplir la Constitución y las leyes. Colombia es una democracia constitucional que establece como sistema de gobierno el presidencialismo. En este sistema, la legitimidad democrática de las autoridades públicas nacionales es dual, es decir, que tanto el Congreso de la República como el Presidente son elegidos por la ciudadanía mediante voto directo (artículos 133 y 190 de la Constitución Política). Lo anterior significa que el Congreso no tiene un deber (ni jurídico, ni político) de aprobar las iniciativas del Presidente y que, por el contrario, el Presidente de la República tiene el deber de acatar la Constitución y la ley (arts. 189 y 192).
Por supuesto que el Presidente se encarga de llevar adelante el programa de gobierno por el cual fue elegido. Para ello tiene amplios poderes como jefe del Estado, jefe del Gobierno y suprema autoridad administrativa. Al respecto, la Constitución y la ley representan una herramienta para garantizar que el poder del Presidente se ejerza dentro de un marco común previamente definido con el objetivo de evitar excesos partidistas o ideológicos. Por esto mismo, los principios de supremacía constitucional y de legalidad le exigen al Presidente actuar conforme a la Constitución y las leyes.
Esto explica que la Constitucion exija al ciudadano que es elegido como presidente jurar al pueblo “cumplir fielmente la Constitución y las leyes de Colombia” (artículos 188 y 192 de la Constitución Política).
Por otro lado, la Constitucion Política de Colombia establece que “el Presidente de la República de Colombia simboliza la unidad nacional” (artículo 188 de la Constitucion Política). Esta norma, vale la pena recordarlo, no es un simple formalismo protocolario. El principio de unidad nacional le exige al presidente gobernar para todos los colombianos y prohíbe aquellos actos que promuevan la confrontación entre los distintos grupos de ciudadanos. En consecuencia, el mandato del presidente no es “obedecer” ni gestionar los intereses de una facción política. Su mandato es gobernar para todos los colombianos conforme a su plan de gobierno, pero siempre respetando la Constitución y las leyes.
Teniendo en cuenta la situación actual del Gobierno colombiano surge la siguiente pregunta: ¿puede el presidente promover actos en contra de la Constitución? Desde luego que el presidente, dentro del ámbito de sus competencias, puede proponer e impulsar cambios, incluso en las normas constitucionales. Pero cualquier propuesta debe llevarse a cabo dentro de los canales institucionales definidos por la misma Constitución. En este sentido, si la pretensión del presidente Gustavo Petro es reformar la Constitución de 1991, debe honrar su juramento y recurrir a los mecanismos constitucionales de reforma constitucional, esto es, mediante un acto legislativo (art. 375), los actos de una asamblea nacional constituyente (art. 376) o un referendo constitucional (arts. 377 y 378). No sobra subrayar que son inválidos los proyectos o iniciativas que pretendan modificar la Constitución y que no se atengan a los mecanismos de reforma previstos por los artículos 375, 376, 377 y 378.
Estas exigencias tampoco son un capricho formalista. Buscan garantizar el principio de supremacía constitucional asegurando la existencia de controles adecuados a las acciones del poder. Esto, con el propósito de garantizar los derechos y libertades de las personas. Un proceso de reforma desinstitucionalizado –como parece que lo propone el presidente– puede desembocar en la profundización de la polarización política, en inestabilidad institucional y, posiblemente, en violencia. En un ambiente como este, las instituciones constitucionales son fundamentales para canalizar las distintas visiones del país y para evitar los eventuales abusos de poder de un lado o de otro.
2) La Constitucion Política de 1991 tiene diferentes mecanismos institucionales para realizar cambios. Las constituciones son fundamentalmente un instrumento jurídico político para evitar los abusos y extralimitaciones del poder. Una democracia constitucional se caracteriza justamente porque defiende la legitimidad política del pueblo, pero entiende que su actuación debe desarrollarse en los marcos definidos por la Constitución y las leyes. Hans Kelsen expresó este riesgo de forma elocuente al sostener que una tiranía mayoritaria no es menos peligrosa para la paz que la tiranía de una minoría.
El argumento que suele usarse para evadir los limites establecidos en las normas constitucionales es que supuestamente no se permite al pueblo actuar. Con otras palabras, se afirma que, tal y como ocurrió con la Constitución de 1886, se deben realizar los cambios por fuera del marco definido en la propia Constitución. Este argumento es política y jurídicamente equivocado. En primer lugar, es inadecuado equiparar el momento político actual con el movimiento constituyente de 1991. De un lado, la Constitución de 1886 estuvo vigente por más de 100 años y tuvo solo tres grandes reformas. Era una constitución obsoleta para resolver uno de los principales problemas que tenía Colombia en la década de los noventa: la violencia exacerbada por el narcotráfico. Por el contrario, la Constitución de 1991, que se expidió hace un poco más de 30 años, es producto de un consenso político que el mismo presidente ha elogiado. Y aunque Colombia sigue enfrentando hoy problemas estructurales, la Constitución actual ha permitido canalizar los desacuerdos por las vías institucionales y democráticas. De hecho, el propio gobierno actual ha repetido que su propósito fundamental es la implementación de la Constitución de 1991, y no su derogación.
En segundo lugar, la Constitución de 1886 no contemplaba los mecanismos jurídicos adecuados para tramitar las exigencias políticas de cambio constitucional. Tampoco disponía de mecanismo específicos de participación directa de la ciudadanía para la reforma de la Constitución. En efecto, dicha Constitución sólo instituyó un mecanismo de reforma constitucional: el acto legislativo. El artículo 218 disponía que la Constitución “podrá ser reformada por un acto legislativo” tramitado por el Congreso de la República.
Además, la Sala Constitucional de la Corte Suprema de Justicia le cerró la vía al que, hasta entonces, había sido uno de los intentos más democráticos para reformar la Constitución de 1886: la “pequeña constituyente” convocada en 1977 por el gobierno de Alfonso López Michelsen. La Corte declaró inexequible el Acto Legislativo 2 de 1977, cuyo artículo 1º convocó una Asamblea Constitucional, que debía reunirse en Bogotá, D. E., por el término de un año contado a partir del día 15 de julio de 1978, para que, como organismo derivado del Congreso en su calidad de constituyente, reformara la Constitución Política. La Corte argumentó que el Congreso no tenía la competencia para delegar sus poderes de reforma. Posteriormente, el 6 y 7 de noviembre de 1985, la guerrilla del M-19 asaltó y tomó por la fuerza el Palacio de Justicia con aproximadamente 350 rehenes (magistrados, consejeros de Estado, auxiliares de la justicia y visitantes). El asalto fue seguido de una reacción de la Policía Nacional y el Ejército Nacional. Los hechos provocaron la muerte de 105 personas. En los siguientes años ocurrieron diferentes hechos de violencia política junto con una cruenta embestida del narcotráfico. La iniciativa de la “séptima papeleta”, entonces, tuvo lugar en un momento en el que el contexto político ya estaba ambientado para un cambio de régimen constitucional.
En contraste, la Constitución Política de 1991 cuenta con diferentes mecanismos de reforma constitucional, en los que son fundamentales los mecanismos de participación ciudadana como el voto, la iniciativa popular, la consulta popular y el referendo. La ciudadanía puede acudir a ellos, dentro de los límites de la misma Constitución, para profundizar la participación de los colombianos en la deliberación pública sobre las reformas que se están impulsando.
Tercero, en el contexto actual, si el presidente decidiera convocar un proceso constituyente fuera del marco constitucional, es improbable que la Corte Constitucional renuncie a su autoridad para realizar el control constitucional. Esto contrasta con lo sucedido en la década de 1990, cuando la Sala Constitucional de la Corte Suprema de Justicia decidió no ejercer su control sobre los decretos 927 y 1926 emitidos por el Gobierno de Virgilio Barco. Estos decretos permitieron la inclusión de la “séptima papeleta” en las elecciones y la convocatoria de la Asamblea Nacional Constituyente.
En aquel entonces, la Corte Suprema justificó su decisión argumentando que la convocatoria a una Asamblea Nacional Constituyente representaba un mandato político superior sobre el cual no cabía cuestionamiento constitucional. Además, la Corte describió el poder constituyente primario como una fuerza moral y política suprema capaz de “abrir canales obstruidos de expresión, o establecer los que le han sido negados, o, en fin, convertir en eficaz un sistema inidóneo que, por factores diversos, ha llegado a perder vitalidad y aceptación”. Sin embargo, en la actualidad, las circunstancias son diferentes. Los canales de expresión democrática no están obstruidos y la Constitución de 1991 está lejos de haber perdido su vitalidad y aceptación. Por lo tanto, es poco probable que la Corte Constitucional siga el precedente de los años 90 y renuncie a su rol de garante del orden constitucional.
La Corte Constitucional, no obstante, las numerosas críticas de las que podría ser objeto, ha demostrado su talante democrático y goza, en general, de buena reputación, no solo entre los ciudadanos sino, incluso, en la región. Vale recordar, solo por mencionar un ejemplo, la sentencia en la que la Corte declaró la inconstitucionalidad del referendo por medio del cual el ex presidente Álvaro Uribe buscó su segunda reelección para ejercer un tercer periodo presidencial. No obstante, el éxito o fracaso de una intervención de esa naturaleza probablemente dependerá del balance de fuerzas políticas existentes. Hay que recordar que de aquí al 2026 el Congreso de la República elegirá el reemplazo de cuatro magistrados: Cristina Pardo (ternada por el presidente), Diana Fajardo y José Fernando Reyes (ternados por la Corte Suprema de Justicia) y Antonio José Lizarazo (ternado por el Consejo de Estado).
3) Los problemas de la teoría del poder constituyente originario. En la propuesta del presidente Petro suele recurrirse a la teoría del poder constituyente. Esta teoría supone que las constituciones son creadas por un poder original (esto es, que su fundamento es él mismo), fundacional (en el sentido que define las normas básicas del sistema jurídico), ilimitado (es decir, que no se atiene a normas preexistentes) y omnipotente (puede hacerlo todo). Se suele agregar que el titular del poder constituyente es el pueblo. Según esto, el pueblo, como titular del poder constituyente, es original, fundacional, ilimitado y omnímodo. A pesar de su “fama”, la utilidad de esta teoría para explicar y justificar las constituciones es nula.
En primer lugar, el concepto de poder constituyente asigna a un poder político las propiedades que Spinoza asociaba al concepto de Dios, esto es, una “naturaleza” suprema que es fundamento de todo poder, omnímoda, ilimitada y creadora (fundacional). Recurrir a la idea de un poder con tales propiedades “divinas” es muy similar a los argumentos que justificaron las monarquías absolutistas basadas en la idea de que la autoridad política emanaba de Dios. El constitucionalismo contemporáneo, por el contrario, supone que todo poder político tiene límites y que su justificación depende de la protección de las libertades básicas, la separación de poderes y la deliberación racional de ideas.
En segundo lugar, la idea de una competencia sin normas es incomprensible por dos razones. Primero, la idea del ejercicio del poder supone una limitación, esto es, la definición de las personas o conjunto de personas que ejercen el poder del que se tarte. El “pueblo” como concepto no es ni jurídicamente relevante hasta tanto no se defina quiénes y cómo actuarán en nombre del pueblo. De manera que, por definición, toda competencia supone una norma previa que define el sujeto que la ejerce y la manera en la que debe hacerlo. Segundo, no es posible afirmar válidamente que exista un poder que se defina a sí mismo, porque las competencias autorreferentes son conceptualmente inválidas.
En tercer lugar, el poder constituyente (en tanto asume la existencia de un poder auto referente, que es incomprobable empírica y conceptualmente incomprensible) es una doctrina que no tiene un significado genuino, pero que se ha usado retóricamente para justificar el ejercicio del poder. Este uso retórico se nutre, además, de la frecuente asociación entre la noción de poder constituyente y el concepto de “pueblo”. La indeterminación de esos términos ha facilitado el uso emotivo del “constituyente” en los discursos políticos. El uso emotivo del lenguaje se caracteriza por la expresión de términos que corresponden a reacciones subjetivas del emisor (sus emociones, sentimientos o estados de ánimo) y no a la comunicación de significados reales. En otras palabras, las expresiones emotivas no están destinadas a transmitir proposiciones. Es decir, las emociones, sentimientos o estados de ánimo son expresiones que no pueden calificarse como verdaderas o falsas, sino que manifiestan sentimientos o actitudes subjetivas del hablante.
En cuarto lugar, el uso de la teoría del poder constituyente para justificar, en este caso, un cambio constitucional desinstitucionalizado incurre en la falacia naturalista (o ley de Hume). Esto es, que es inválido derivar juicios normativos de enunciados descriptivos. El típico argumento del poder constituyente afirma que toda vez que X es el poder supremo en la sociedad Y (enunciado descriptivo), entonces, en la sociedad Y se debe obedecer a X (juicio normativo). De esta manera, aun asumiendo que el concepto de poder constituyente pudiese servir para identificar quién es el “poder supremo” en una sociedad, esto no es suficiente para afirmar que la sociedad le debe obediencia a ese “poder supremo” o que éste tiene derecho a dictar una constitución.