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Hace años escuché una anécdota que, aunque probablemente ficticia, guarda una verdad profunda sobre el poder, la responsabilidad y la fugacidad del liderazgo. La historia cuenta que un presidente saliente deja dos cartas en el cajón de su sucesor y le dice cuando tengas una gran crisis, abre la primera, si tienes otra gran crisis, abre la segunda.
En medio de una primera crisis, el nuevo mandatario abre la primera carta, que decía: “Échame la culpa a mí”. La usa, sobrevive y sigue adelante. Años después, frente a una nueva crisis, abre la segunda, y esta decía: “Escribe dos cartas”. Es decir, su ciclo ha terminado.
Más allá del humor negro que encierra, esta fábula revela una dinámica peligrosa en las organizaciones: la tendencia a construir excusas en lugar de capacidades. Culpamos a la administración anterior, al mercado, a la tecnología, al proveedor, al algoritmo… a todo, menos a nuestras propias decisiones.
Vivimos en una cultura que confunde agilidad con improvisación, cambio con reacción, liderazgo con supervivencia. Conocemos algunos “mal llamados líderes” que necesitan una carta diaria, para así controlar las crisis que ellos mismos generan.
En entornos corporativos veo esta escena repetirse con alguna frecuencia. Un nuevo líder que llega a “arreglar la casa”, y lo primero que hace es relatar con detalle el desastre que heredó. Un nuevo gerente de área que reinicia procesos sin entender las causas profundas.
Y es que “echar la culpa” -como en la primera carta- da resultado… pero solo por un tiempo. Gana oxígeno político, distrae la atención y construye el relato de “yo soy diferente”. El problema es que cuando llega la segunda crisis, ya no hay más cartas.
El liderazgo verdadero, en cambio, no necesita cartas. Porque se enfoca menos en señalar el problema y más en construir soluciones con visión, transparencia y “accountability” (responsabilidad). El buen líder no borra, o destruye lo que otros hicieron, sino que se apalanca sobre ello para avanzar. Pregunta, aprende, conecta. Construye cultura, no excusas.
En América Latina, tanto en gobiernos como en empresas, necesitamos menos líderes que se preocupen por justificar su fracaso y más que trabajen para dejar un legado. Más visión de largo plazo, más coherencia entre el discurso y la acción, más interés por formar sucesores y no solo por salvar su gestión. Quieres un ejemplo revisa el “Land Transport Master Plan 2040”, lanzado en 2008 en Singapur.
Corregir esta lógica de las dos cartas requiere cambiar primero la narrativa y luego la práctica. El líder que llega no debe asumir que su rol es limpiar lo anterior, sino construir sobre lo existente con respeto estratégico.
Esto implica institucionalizar procesos de transición más transparentes, revisar decisiones pasadas con criterio, no con prejuicio, y reconocer lo que sí funcionó. En lugar de usar el pasado como coartada, usarlo como base. Porque la innovación no siempre empieza de cero; muchas veces se trata de hilar mejor lo que ya existe.
¿Cómo estás ejerciendo tu liderazgo hoy?