MI SELECCIÓN DE NOTICIAS
Noticias personalizadas, de acuerdo a sus temas de interés
Durante los últimos seis años, el gobierno colombiano y la Corte Penal Internacional (CPI) libraron un fascinante pulso que estuvo a punto de descarrilar el proceso de paz. No era para menos. Colombia es el primer país en finalizar una negociación de esta naturaleza bajo el Estatuto de Roma, lo cual significa que seremos un referente para el mundo entero.
El tratado de Roma, que dio origen a la CPI, fue firmado en 1998 y ha sido suscrito por 139 países. En su proceso de incorporación al ordenamiento jurídico colombiano se decidió que haría parte del bloque de constitucionalidad y por tanto entró a hacer parte de nuestra Carta.
La CPI obtuvo jurisdicción sobre genocidios y crímenes contra la humanidad en el 2002 y de guerra en el 2009. Esto significa que cuando se han perpetrado este tipo de delitos al interior de un Estado parte y la CPI verifica que ese país está “unwilling or unable”, puede acusar y juzgar a sus criminales.
Al gobierno y a las Farc siempre les preocupó que la CPI fuera a tomar una decisión de estas, por ejemplo, respecto al reclutamiento de menores, un grave crimen de guerra.
En el preámbulo del estatuto se estipula que no se permiten amnistías para este tipo de crímenes. A la fiscal africana Bensouda, le tocó esta “papa caliente”.
La pretensión de las Farc era lograr una amnistía general. En 2013, Pablo Catatumbo dijo “el primer gesto del gobierno hacia una paz efectiva debe ser proponerle al Congreso una ley general de amnistía sin condiciones para los insurgentes en armas”. No obstante, gracias a la CPI, esto no fue posible.
En este punto empezó un gran “tire y afloje”. Primero la fiscal de la CPI envió dos duras cartas para sentar su posición en el momento en que fue presentado el marco jurídico para la paz.
En esta explícitamente estipulaba que la suspensión de la sentencia -como lo determinaba dicha ley- es una decisión manifiestamente inadecuada para aquellos individuos responsables de crímenes de guerra y estos tenían que pagar cárcel.
El Presidente Santos, al reconocer la amenaza que esto significaba para el proceso, manifestó: “Le pedimos a Naciones Unidas y a la comunidad internacional que respete el derecho de Colombia, y de toda nación, de buscar la paz”.
Para dejar claro su entendimiento de justicia, afirmó que se requerían “Unas medidas enfocadas en satisfacer a las víctimas y no solo la administración de procesos criminales… De esta manera, la justicia se vuelve -como debe ser- un apoyo, en vez de un obstáculo para la paz”. Después del discurso se reunió con Bensouda.
Tras este interesantísimo debate entre la autonomía de un país y los requerimientos mínimos esperados por una entidad internacional, el proceso continuó y hoy la negociación está cerrada.
A pesar de que los responsables de estos delitos no irán a la cárcel, siempre que digan la verdad y purguen penas restaurativas (como lo es el trabajo comunitario en zonas donde operaron ilegalmente), la fiscal envió una carta de apoyo en la cual celebra que el acuerdo de paz excluya amnistías e indultos para crímenes de lesa humanidad y de guerra bajo el Estatuto de Roma. Es decir, quedó sentada la base para que penas alternativas sean válidas para este tipo de crímenes, sin que esto sea considerado una amnistía; una reversa a la posición inicial de la CPI.
Esa confianza dada a Colombia depende de que el balance de la implementación de lo acordado sea positivo. Por tanto, nuestro modelo de penas restaurativas será observado con rigor, pues en caso de ser exitoso, se convertirá en el “benchmark” de la justicia global.