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Todavía estamos a tiempo de tomar las máximas precauciones posibles para que las próximas elecciones sean un ejemplo democrático y no un festival de mentiras en donde ni siquiera a las mismas mentiras se les puede creer.
Los acontecimientos recientes nos colocan hoy ante la obligación de defender la libertad de expresión en su modalidad de libertad de prensa y, al mismo tiempo, defenderla para que, bajo su falso amparo, las comunidades no pierdan el derecho a estar bien informados para escoger limpiamente cómo quieren que los gobiernen y quién quieren que lo haga. Para eso, en definitiva, sirven las elecciones en una democracia. Y por eso, precisamente, es indispensable que su desarrollo sea impecable desde el principio hasta que se escruta el último voto.
Se ha progresado mucho en el perfeccionamiento del mecanismo para consignar el sufragio o manejar la máquina que reemplaza la caja donde tradicionalmente se introducía la papeleta con el nombre de los aspirantes. Ya se redujeron prácticamente al mínimo el relleno de tarjetones a escondidas o el asalto directo a las urnas. En esta fase del proceso progresamos, pero nos falta por despejar el camino preparatorio para que el elector esté lo suficientemente informado, pueda hacerse la pregunta clave al momento de consignar su voto: “¿por quién voto y por qué voto por él y no por otro candidato?” y encuentre una respuesta que le satisfaga.
Si no queda tranquilo, algo falla en la selección o falta información o no se vota a conciencia. No es un voto para elegir a quien aspiramos que nos gobierne bien, sino una daga que atraviesa el corazón de la democracia.
En adelante, tanto los éxitos como los fracasos serán compartidos, entre elector y elegido. Los malos gobernantes son escogidos por los ciudadanos que votan mal, a los cuales les ayudan los buenos que no votan. Unos y otros son los primeros en quejarse de los desaciertos, pero cuando tienen en la mano la más poderosa arma para decir cómo quieren ser dirigidos y en qué clase de sociedad desean vivir, desperdician la oportunidad. El tiempo que se podría utilizar escogiendo bien, se emplea en lamentarse de las malas administraciones y denigrar de los pésimos candidatos que eligieron por mala fe, pecaminosamente o por ignorancia culpable al no invertir unos minutos de reflexión en analizar cuáles son las verdades y dónde están las mentiras que cubren los espacios que deberían dedicarse al análisis del porvenir inmediato.
La purificación del derecho a elegir y ser elegido puede empezar ahora pero no termina jamás, ni puede tomarse vacaciones. Además, es una obligación de todo ciudadano, que se recompensa con la tranquilidad de conciencia y con los buenos resultados. Cada sufragante se sabe empoderado por las elecciones sin fraude, puede reclamar sus derechos y tiene la capacidad de imponer su criterio votando en un día de elecciones, sin necesidad de cometer desafueros que despedacen los derechos de los demás.