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Al fin la pandemia dejó de mirarse como un simple problema de salud pública, localizado en una determinada zona del planeta, que amenaza a un sector específico. Empezamos a reconocerlo como una calamidad global que ataca a la humanidad entera de manera indiscriminada. Siempre lo fue desde que se asomó en China, pero aún hoy se menosprecian sus alcances. Siguen asombrando su extensión y profundidad, unidas a una enorme rapidez para robustecer su potencial de daño. A fuerza de infectarse, la población mundial despierta a una realidad que nos cambió la forma de vivir en la tierra.
La gente va comprendiendo, al fin, que es cuestión de vida o muerte. Siente que algo está pasando con las enfermedades de salud mental, como la ansiedad y la depresión, disparadas por el confinamiento, cuando muchos se lanzan a las calles con un grito catártico, explosivo y contagioso que los lleva al abismo de menospreciar la vida. La juegan a la ruleta. O se contagian o no se contagian. O mueren o sobreviven repitiendo un mensaje desesperanzado: “no tenemos nada que perder”.
Es claro que falta decisión para poner límites y educación emocional, que vaya más allá del lavado de manos y el distanciamiento social. Aunque son absolutamente indispensables, no impiden que un ciudadano depresivo y aséptico, se contagie y contagie, no solo el virus sino la anarquía.
Las defensas son bien conocidas universales y sencillas: lavado de manos, distanciamientos, reclusión. Ignorarlas es exponerse a un contagio, cuyas cifras aumentan aterradoramente. Los gobiernos insisten en el autocuidado y vacunan a cuanta población pueden, en una febril carrera por frenar el contagio. Hasta se oyen voces que proponen volver obligatoria la vacuna y castigar con multas y cárcel a los desobedientes.
Por eso resulta incomprensible que en medio de semejantes peligros a alguien se le ocurra organizar reuniones y desfiles que aglomeran contagios de los insensatos que acuden a sabiendas del riesgo que corren. Y es todavía más incomprensible que organicen marchas y manifestaciones en donde los asistentes protestan y se contagian o, lo que resulta peor, apedrean y se contagian, o rompen buses y contagian a los demás.
La velocidad de extensión del virus ha obligado a recurrir a medidas extremas como el toque de queda, reservado para los peores disturbios, o como el confinamiento que encierra a la gente en sus casas contra el querer de los ciudadanos y con el disgusto de las autoridades forzadas a adoptar esos recursos extremos. Pero no hay reclusión obligatoria que valga si la gente se lanza a recorrer tumultuosamente las calles, sin necesidad y sin saber siquiera si hay recursos médicos disponibles para atender a quienes caigan enfermos.
Independientemente de los motivos, arriesgarse a marchar es una muestra de inconsciencia colectiva que convierte a los infectados en nuevos distribuidores del mal.
Mientras tanto, las estadísticas de víctimas fatales desbordaron ya la capacidad de atención y el personal médico sigue trabajando hasta el agotamiento o hasta que, en las instituciones de salud, se repita el anuncio que vimos en una transmisión televisada desde la puerta de un hospital, donde un vocero de la institución, con la tragedia reflejada en su rostro, pedía que los enfermos no insistieran en ingresar, porque era imposible atenderlos.
Propiciar las aglomeraciones en estas circunstancias es combatir la pandemia haciéndose el harakiri.