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¿Tiene algún sentido insultar hoy a las personas con quienes debemos convivir mañana?
La respuesta obvia es un rotundo no, que resuena hasta en las más profundas cavernas de la política. Lo contrario es una insensatez que se repite la víspera de cada elección convocada para escoger quiénes deben ejercer funciones públicas en nuestras democracias. Es un absurdo recurrente e incurable, que cada vez recae más hondo y, consciente o inconscientemente, acaba envenenando el corazón.
La democracia necesita elecciones. No es ninguna novedad. El gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo debe pasar, necesariamente, por una etapa de selección, para saber quién manda en representación de la sociedad, con unos títulos absolutamente claros para hacerlo. Y, hasta ahora, no se ha encontrado un medio de averiguarlo distinto de la expresión del querer popular en unas votaciones absolutamente limpias.
Cuando se anuncian los resultados, no se indica solo quién ganó en el conteo; se dice quién gobierna y esto vale para todas las democracias, desde la griega hasta las contemporáneas que están apenas saliendo a la luz. Para eso se inventaron las elecciones, no para habilitar un gran ring de lucha libre en el cual los competidores combaten ferozmente para saber dónde están las mayorías que, por el hecho de serlo, tienen derecho a gobernar, con las atribuciones y los límites fijados por las leyes del respectivo Estado. Es el fundamento de la legitimidad. No valen las elecciones tramposas o medio tramposas, como tampoco sirven los títulos falsos o medio falsos.
Este es el abecé de la democracia y así lo entiende el ciudadano desde que tiene uso de razón. Infortunadamente, olvida ponerlo en práctica cuando comienza una campaña electoral. Lo que debe ser una oportunidad de reflexionar y seleccionar bien se convierte en un deplorable espectáculo de pelea sucia, en donde todo es admisible, sin restricciones de ninguna clase: “agarre de donde pueda y golpee como se le antoje...”.
Solo interesa conseguir un voto más que el contrincante. ¿Cómo? No importa. Las penosas secuelas de esa forma de conseguir el poder las sufrirán los electores cuando se vean obligados a soportar las consecuencias del pésimo ejercicio de una autoridad conquistada con procedimientos dignos de Godzila. ¿Quién cree que los usufructuarios de unas investiduras ganadas de esta manera se van a portar pulcramente, una vez terminada la competencia en las urnas?
En un país agobiado por la violencia, que sufre las consecuencias de una larga confrontación, estas actitudes belicosas son aún más incomprensibles. Sobre todo en estos días en los que a la violencia de los campos se agrega una especie creciente de malestar ciudadano, como si la criminalidad se hubiera cansado de ser rural para trasladase a las ciudades. El ataque personal y la política del odio son incendios incipientes. Las palabras agresivas y los llamamientos al odio los convierten en conflagraciones generalizadas.
El ánimo colectivo está a punto de estallar con cualquier pretexto.
Por eso necesitamos más que nunca una terapia de paz y reconciliación verdaderas. Lo demás es jugar con candela sobre un polvorín.