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La verdadera estampa de la autoridad en un Estado democrático no es el retrato de un feroz troglodita armado de un fusil, como se insiste al repetir que el poder está, precisamente, en la punta del cañón del arma.
La autoridad está fielmente representada en la imagen de un ciudadano de rostro apacible, de pie frente a la urna, que deposita en ella su voto el día de elecciones. Esa es la verdadera imagen de la autoridad. Pacífica. Serena. Fuerte. Tan fuerte que no necesita ser violenta. Tan fuerte que la comunidad le puede confiar con tranquilidad la noble tarea de conservar la paz.
El voto es el arma más poderosa que posee el ciudadano en una democracia y, por lo mismo, necesita protegerse y respetarse para no afectar ni su importancia, ni su eficacia, ni su legitimidad, y debemos protegerlo de las desfiguraciones si no queremos que su calidad se pierda en el aire competitivo de la política.
El ciudadano que camina hacia las urnas no puede ser asaltado en su buena fe, ni en su absoluta libertad de ejerce su derecho, ni coaccionado para condicionar su capacidad de selección. Y esto comprende no solo el aspecto físico de su concurrencia a la elección, sino la necesidad de estar bien informado sobre los asuntos y personas que va a seleccionar. No puede llegar al puesto de votación con la boca del fusil apuntándole a su cabeza, ni con los ojos vendados por la ignorancia o la desinformación sobre qué vota y por quién vota. La ignorancia imposibilita sufragar sabiendo qué se hace y por qué.
Ninguna decisión es realmente libre si se ignora su significado y no se conocen sus consecuencias. La ignorancia coloca al elector en condición de inferioridad. Nadie decide bien si no sabe lo que está decidiendo. La elección vendada por la ignorancia elimina la libertad y resta solidez a las instituciones montadas sobre esta base deleznable.
Los expertos especializados en crear imágenes, se esfuerzan por pintar la de sus clientes después de analizar los gustos del ciudadano. No presentan al candidato ante el público como es, sino vestido como le gusta a la clientela y así el ciudadano vota por la imagen maquillada al gusto del consumidor. Pero no gobiernan las imágenes, sino la personas y el ciudadano termina, de buena fe, votando por imágenes que le venden y no por las personas que le gobernarán en la realidad.
Los expertos artífices de imágenes visten a sus clientes como si fueran maniquíes que deben desfilar por la pasarela electoral. Los ciudadanos votan por lo que ven en el desfile, pero después de la elección gobierna la persona tal como es.
Por eso, es necesario estudiar a los candidatos, con detenimiento, en su personalidad, rasgos de carácter demostrados en coyunturas difíciles, conducta personal, aciertos y errores y todo lo relevante para quienes serán sus gobernados en los próximos años.
La figura del ciudadano frente a la urna debe ser la de un elector consciente, debidamente informado por unos medios de comunicación que muestren la realidad de los personajes sin maquillar. Es lo mínimo que les debemos exigir.