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Las luchas contra la desigualdad, la extorsión y la corrupción fueron tan infructuosas, que Trump optó por eliminar costosos donativos, suprimir cargos inútiles, derogar un simbólico decreto antidiscriminatorio y suspender una decorativa ley antisoborno. Entretanto, en Colombia, la Corte Constitucional rechazó un “encuentro de diálogo” con la Presidencia de la República, y ésta rompió relaciones con el Parlamento.
En coherencia con estas disonancias, las crisis sistémicas se han normalizado mediante la manipulación de encuestas y umbrales: el Banco Mundial degradó estadísticamente a la clase media; el Dane no considera el “rebusque” como desempleo; Fedesarrollo es un “buzón de quejas” -no un tanque de ideas-; y las políticas del Banco de la República mantienen al ciudadano “corriente” atrapado en la trampa de la pobreza y la deuda.
Bajo este velo tecnocrático, los expertos han ideologizado el tratamiento de los asuntos psicosociales y socioeconómicos. Se resisten a cuestionar los axiomas que defienden y han sido incapaces de proponer alternativas viables, incluso cuando las soluciones tradicionales han demostrado ser contraproducentes.
Además de las “múltiples morales” y los infinitos conflictos de intereses institucionales, actitudes como el “todo vale” o el “no pasa nada” se han internalizado en la cultura ciudadana. Estas narrativas justifican las faltas propias mientras relativizan las ajenas, trivializando y reforzando el círculo vicioso de la impunidad.
Mientras tanto, el fraude se oculta detrás de trámites enredados y controles engorrosos. Esto se evidencia en los pocos casos de estafas comerciales, tributarias o aduaneras que logran ser detectados, denunciados y sancionados. El silencio, la pasividad y la impunidad están garantizados por la “contabilidad creativa” de las firmas de auditoría, la manipulación semántica de los bufetes de abogados y los carteles judiciales que han infectado a los fiscales anticorrupción.
Cuando algún escándalo finalmente sale a la luz, la culpa suele recaer en la “Gestión Humana”, plagada de documentos falsos, entrevistas engañosas y referencias nepotistas. En respuesta, algunas organizaciones intentan blindar sus procesos de selección con test psicométricos, pero estas herramientas son moralmente cuestionables y científicamente dudosas. Entre sus principales fallas destacan: 1) Su carácter presuntivo, que no verifica falsos negativos ni corrige falsos positivos; y 2) La exposición de preguntas incompletas, opciones confusas o respuestas disonantes, que sesgan la evaluación.
Además, la retroalimentación entre supervisores, pares y subordinados suele estar condicionada por el oportunismo y la presión de la conformidad social. De hecho, estas encuestas se procesan de manera negligente, ya sea por incredulidad, falta de tiempo o conveniencia, pues los evaluadores prefieren alterar sus respuestas para evitar enemistades o ganar adeptos.
Todo esto ocurre a pesar de que los cuestionarios comienzan afirmando que “no hay respuestas buenas ni malas”. Desengañados, los involucrados aprenden que, en la práctica, los resultados se utilizan para estigmatizar a algunos chivos expiatorios y que, sin una debida diligencia e intervención, las estrategias de competencia antisocial seguirán siendo encubiertas por las áreas de Control Interno, Cumplimiento o Ética.
En 2017 Colombia nos acogió con calor, color y cariño en el III Congreso de Editores, entonces escribí un artículo a Gabo que me gusta evocar en vísperas de nuestro ya VIII Congreso