Analistas 26/02/2025

Premios «rosca»

Germán Eduardo Vargas
Catedrático/Columnista

Cualquier coincidencia con la realidad es pura casualidad: «rosca» es un anagrama de Oscar, la distinción otorgada por la Academia de las Artes y las Ciencias Cinematográficas, presuntamente para honrar la «excelencia». Sin embargo, en sintonía con la corrupción de la meritocracia, demasiados «falsos positivos» acaparan los reconocimientos.

La legitimidad de los galardones se ha visto comprometida por la cantidad, diversidad o pertinencia de las categorías ofertadas, así como por las fallas en su regulación. Verbigracia, los sistemas empleados -sean de mayoría simple, voto preferencial o ponderado- introducen sesgos que distorsionan la representatividad y favorecen a determinados grupos.

Además, la selección de jurados y nominados refuerza la «homofilia», y los electores no hacen público su voto. Esto ha restado protagonismo al espíritu original de la condecoración y ha desviado la atención hacia el favoritismo estructural, el privilegio comercial o la coyuntura del entorno. Por ejemplo, los episodios «woke» han permitido a muchas celebridades representar papeles taquilleros o publicitar las tomas que más les convienen para maximizar su reputación y las ganancias de sus patrocinadores.

En cuanto al aclamado mercado, está dominado por ciertos «cárteles» o patrones que excluyen propuestas innovadoras o arriesgadas. En este escenario, el éxito suele estar predeterminado por el eco del pasado, en lugar de ser posibilitado por alguna chispa creativa. Además, la promoción del talento está condicionada por el nepotismo.

Alternativamente, para aspirar a una membresía es necesario figurar en los créditos de algún fenómeno viral, aunque no sea meritorio o sea escandaloso, ya que esto incrementa las posibilidades de sobresalir en votaciones abiertas al público, cuyas preferencias tienden a estar impulsadas por la emocionalidad y la presión social.

Versiones de estos guiones han sido adaptadas por distintos grupos económicos, que disfrazan su mediocridad portando sellos de calidad obtenidos a costa de abusar del cliente, defraudar la mejora continua y recurrir a la competencia desleal, con la complicidad de sus auditores y empleados, quienes reciben bonificaciones por maquillar resultados o improvisar justificaciones.

Entre los invitados especiales, los «expertos» están conformados por una élite de exfuncionarios fracasados y tecnócratas aislados en torres de marfil. Aunque posan como superhéroes y ganan fama recitando monólogos ante las cámaras o proyectando majestuosidad sobre las alfombras rojas -cortesía de los medios guionizados o de los debilitados poderes públicos-, terminan expuestos como villanos: sus actitudes son soberbias, sus narrativas sabotean cualquier cambio y sus ideas nunca inspiran opciones de salvación, ni siquiera en la «ciencia ficción».

No se deben infantilizar los premios creando categorías absurdas o carruseles para que casi todos los aspirantes reciban algo. Tampoco se debe temer declararlos desiertos en lugar de entregarlos al «menos peor», como ocurre en licitaciones y comicios. De lo contrario, parafraseando a Harte, las palabras más tristes ya no serán “podría haber sido”, sino “es, pero no debería ser”.