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La acreditación se mercantilizó. Ahora, tener un “cartón” es más fácil y trivial; paradójicamente, pese a las continuas promociones, las matrículas son impagables, los créditos son usureros y los réditos se degradaron, porque los graduados no agregan valor y el mercado devaluó los salarios a la baja.
Las universidades entendieron que quienes pagan siempre tienen la razón; cedieron rigor para allanar la titulación -o neutralizar la deserción-, y tergiversaron la raíz del problema igualando ‘students’ con ‘stupids’. Recordando las memorias de una sátira revolucionaria, “es difícil lograr que una persona entienda algo, cuando su salario depende de que no lo entienda” (I, Candidate for Governor, 1935).
Desesperadas por aumentar sus ingresos, algunas diseñan a la medida resultados de investigación, para venderlos a diferentes grupos de presión, o sacrifican la docencia para dedicarse a la consultoría, donde también quedan en evidencia las brechas entre teoría-aplicación, y pertinencia-obsolescencia (programada).
Otras malgastan recursos adquiriendo certificaciones ficticias, que sólo sirven para adornar anuncios comerciales, pues la mayoría de esos sellos se obtiene sin demostrar coherencia, progreso e impacto. Ocasionalmente, junto a las notas pagadas, en los medios relucen algunas menciones a las mismas instituciones que mantienen puestos mediocres en los escalafones creados por ciertas agencias que moldearon la moderna universidad corporativa, deshonrando la vocación humanista y la función social que originalmente concibieron a la educación.
Colombia es adicta a esa clase de fachadas, aunque es consabido que la calidad es un engaño publicitario para justificar la inflación por avaricia, encubrir la sistemática violación de los derechos constitucionales, o negar el persistente abuso contra los clientes, pues el cuento del mejoramiento continuo se «comoditizó», y la excelencia también se vulgarizó.
Hasta las entidades estatales crearon su propio estándar, NTC GP 1000, con la costosa complicidad del Icontec y Bureau Veritas. Oropel, la Corte Constitucional, el Congreso y la SIC deberían prohibir esos ribetes, tras estudiar lo que demanda la Ley de Goodhart (1975).
Sofisticadas, las heurísticas de la inteligencia artificial adolecen de lo mismo que la conciencia, el razonamiento y la institucionalidad que las crearon: pueden condicionarse con reglas o incentivos tramposos (reward hacking), que tienden a formalizar soluciones supuestamente óptimas, aunque sean contraproducentes.
Regalando premios inmerecidos o sacrificando las necesarias penalizaciones, nos infantilizamos o dejamos dominar por quienes manipulan expresando ternura o declarando huelga. Así, confundiendo competencia con título, y empleo con rebusque, el Consejo de Acreditación, los Consejos Profesionales, el Icfes y el Dane corrompieron los indicadores y normalizaron los falsos positivos.
Esa Meritocracia persigue reconocimientos sin demostrar logros ni virtudes. Y se sirve de su influencia para desviar la atención de lo importante, desnaturalizando al sistema, sus objetivos y agentes.