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Para aproximar la concertación, la absurda jurisprudencia relaciona la inflación, el producto interno bruto y la productividad. Algunos apéndices incluyen la contribución de los salarios al ingreso y el mínimo vital, pero en la práctica se suprimen la dignidad, la empleabilidad y la igualdad que consagró la carta magna.
No creo en las estadísticas socioeconómicas, pero el Establecimiento intentó desacreditar a la admirable Piedad. Cabal confundió a su séquito con trucos de mercader, y Mejía es el típico exfuncionario que desperdició su oportunidad para hacer la diferencia, y después sabotea a cualquier hereje de Fedesarrollo.
Entretanto, Anif propone minimizar el mínimo para no maximizar las brechas, pero ese galimatías crucificó a los ciudadanos porque sólo 35% de la población económicamente activa tiene contrato; entre esos empleados, 67% recibe una cantidad efectivamente menor que dicho salario, y 79% debe sacrificar parte de su canasta familiar o endeudarse.
Durante la Gran Recesión, dos laureados con el Nobel por revelar diversos trastornos tecnócratas, demostraron que la «utilidad del ingreso» decrecía a partir de cierto «valor», que permitía distinguir a quien no se percibía como «perdedor», pero se sentía «miserable» (t.ly/q8Rxa, Kahneman-Deaton).
Pero entre tanta inequidad, volatilidad, incertidumbre o ambigüedad, la «aversión a la pérdida» prevalece y utiliza como seguro a la explotación laboral o la acumulación compulsiva. Desreguladas, esa mezquindad y avaricia degradaron los equilibrios redistributivos, y la calidad de vida de la mayoría.
Para colmo de males, superando la pandemia otro investigador cuestionó los «límites del crecimiento salarial», tras verificar que esa crisis había restablecido la «perfecta» correlación entre bienestar y opulencia. Kahneman transigió aquella dualidad, pese a juzgarla desafortunada o inmoral, y tanteó con su contradictor alternativas innovadoras para la conciliación individual y colectiva (t.ly/Cs5dW).
Si queremos reivindicar el Contrato Social, corrijamos la necedad de las normas que lo defraudaron, los conflictos de intereses que lo distorsionaron, y la corruptible «mentalidad retributiva» (https://t.ly/4mB3m).
Ideas para la imaginación impura, Russell, genio de la lógica y Premio Nobel, demostró que reducir la jornada a cuatro horas diarias maximizaría el empleo, el recaudo y la satisfacción. Como contrapunto, este bisiesto una ‘Encuesta de Libertad Financiera’ estimó el ingreso «ideal» duplicando lo que ganaba el promedio de una muestra polarizada, donde un tercio perjuraba que esa aspiración era viable, y otro declaraba que nunca tendría tanta suerte (t.ly/8Umqb).
Como sea, recuerde que un proverbio distingue como rico a quien necesita menos: no a quien más ostenta. Así, dado que “el tiempo es oro”, en el ingreso universal cada segundo debería compensarse con $1, para totalizar $86.400 diarios: el doble de los $43.333 que paga el precario mínimo vigente.
Pero los académicos tampoco aprenden de sus errores. Los empresarios se oponen al cambio, los sindicatos son obsoletos y todos desvirtuaron la Comisión Permanente de Concertación de Políticas Laborales, obsesionándose con el mínimo en época navideña.